El tributo metalero de Antonio Ortuño
El escritor reflexiona en 'La Armada Invencible' sobre las secuelas de la nostalgia de lo que pudo ser y no fue, y los claroscuros de la madurez y la amistad
Black Sabbath, Megadeth, Led Zeppelin, Judas Priest, Iron Maiden, Motörhead, Metallica, Slayer... conformaron en las décadas de los 70-80-90 el canon de la ... música heavy metal y de aquellos riffs y cabeceos se han seguido nutriendo supervivientes en el escenario y grupos emergentes, así como un público fiel donde los haya. Alguien escribió que del punk se sale antes o después, mera cuestión de tiempo –Evaristo vende entradas para sus conciertos en El Corte Inglés, «punk de escaparate / moda punk en Galerías...»–, pero los metaleros son monógamos musicales. Feligreses de un solo dios, el metal, el «hermano extremo y violento del rock», un género cada día más restringido a una inmensa minoría.
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A este género rinde tributo Antonio Ortuño (Zapopán, Jalisco, 1976) en 'La Armada Invencible', una excelente novela para lo que no hace falta ser fanático de Lemmy Kilmister, finado líder de Motörhead, para compartir las andanzas y desventuras de un grupo de músicos de Guadalajara (México) presto a subirse de nuevo a un escenario veinte años después de una fugaz trayectoria, casi inadvertida.
Ya cuarentones y divorciados, lucen cicatrices bajo sus prendas negras, con la mochila colmatada de decepciones, trasquiles y golpes de realidad como uppercuts. Un punto de partida que sirve al autor para esbozar una semblanza colectiva y una mirada retrospectiva de unos músicos que se sentían poderosos y con futuro.
'La Armada Invencible' es también una espléndida travesía por los meandros tortuosos de la amistad, los claroscuros de la madurez, sobre todo sentimental, y el paso del tiempo, las huellas de un pasado fracasado, mera nostalgia no de lo que fue sino de lo que pudo llegar a ser. «Envejecer es dejar de ser el que vive y pasar a ser el que recuerda», dirá Yulian, aunque con más memoria que Kilmister: «El verano del 73 fue fantástico. No me acuerdo de nada, pero nunca lo olvidaré».
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La calamidad de resucitar la banda heavy La Armada Invencible, que se fue a pique cuando apuntaba maneras, había grabado su primer disco y pergeñaba una gira europea, surge de Barry Dávila, vocalista y feo «incluso al lado de su propio codo o mi riñón o el escroto de tu padre», dispuesto a reverdecer su imagen de «'hell angel' olmeca'». Las cosas le fueron bien en los negocios, encarna con gusto narcisista el papel de macho alfa, y ha comprado El Hangar, el garito donde tocaron décadas atrás. Por el contrario, Julián 'Yulian', atrapado en el pasado (musical y amoroso), sobrevive como ilustrador en un taller de tuneado de coches, contratado por otro de la banda, el atemperado Gordo Aceves, que también da empleo a dos sobrinos antagónicos: Luisma, mantenido precoz y con ambiciones de cineasta, y Brenda, una veinteañera rijosa muy muy proactiva.
Ironía y desmitificación
Ortuño trenza la narración, preñada de mexicanismos, con una polifonía de las voces de los integrantes de la banda, entrecruzada con las entrevistas que Luisma se ha empecinado en hacerles a ellos y sus ex para un documental. Declaraciones y evocaciones sostienen la estructura de la novela que, como los discos, tiene dos caras (lados A y B) y capítulos titulados con temas clásicos de Metallica, Manowar, Black Sabbath o Iron Maiden.
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Las biografías, jalonadas de sueños interruptus, de Barry y compañía comienza con un crónica de las broncas, borracheras y desavenencias que reventaron la banda. Recorre los derroteros sentimentales y profesionales de estos metaleros irredentos para componer una estampa nostálgica – en un mundo donde el que el rock se ha vuelto tan importante como «la filatelia o las manualidades del papel maché»–, irónica y desmitificadora de la polisemia asociada a sexo, drogas y rock and roll, y no exenta de humor –la irrupción del club de los Swingers Metaleros de Zapopán...–.
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