Euskadi como coladero del arte nazi
Miguel Martorell analiza en un libro la complicidad del franquismo con el tráfico de obras incautadas, que contó con apoyos vascos
EDUARDO LAPORTE
Sábado, 9 de mayo 2020, 20:37
El ideario del régimen nazi contaba con el arte. Monstruos, sí, pero con su sensibilidad artística, como demuestra que tanto Hitler como Göring se dedicaran al coleccionismo de arte, hábito que más bien por imitación calaría también en los rangos inferiores del Tercer Reich. Tras la eclosión de las vanguardias, el nazismo mostraría su talante más reaccionario, tildando de «arte degenerado» lo que no eran sino las manifestaciones artísticas propias de su tiempo. «Los nazis deciden limitar su canon a la tradición y a la pintura figurativa», señala Miguel Martorell, autor de 'El expolio nazi' (Galaxia Gutenberg). Entre sus preferencias, el paisajismo centroeuropeo, el arte flamenco o la escuela renacentista italiana.
Artistas oníricos como Chagall se librarían de su nada donoso escrutinio: judío y eslavo, representaba todo lo que el nazismo despreciaba. «Los nazis asociaban arte de vanguardia a judíos y bolcheviques», explica Martorell. Recuerda cómo arramblaron con la casa de Tchaikovsky para convertirla luego en un garaje o entraron en la mismísima Yásnaia Poliana, la que fuera residencia de Tolstói. Libros, cartas, muebles, todo fue a la hoguera, como harían también en las casas-museo de Pushkin, Chéjov y Rimski-Kórsakov.
Purga o expolio son las dos actitudes con las que las jerarquías nazis se enfrentan al arte para, más adelante, proceder a una dispersión que crece conforme son cercados por los aliados. «El expolio está vinculado a la política racial del Tercer Reich», subraya Martorell. Se trataba de dejar a sus enemigos desprovistos de todo, desde lo más sagrado, como el arte, sus joyas, hasta simples ajuares y enseres personales. Los gitanos, otro pueblo perseguido y víctima de su particular holocausto paralelo, también serían víctimas de ese saqueo sistemático. En este caso, especialmente con instrumentos musicales, libros antiguos y objetos curiosos.
El ansia de rapiña del nazi no conoce límites. Enseñoreados por la bajada de las divisas de las potencias que han ido arrollando, aprovechan para realizar compras masivas en las condiciones más ventajosas. La maquinaria estaba perfectamente engrasada: todo aquel delator que diera información sobre conjuntos de obras de arte se llevaría una comisión del 10%.
Donostia, hervidero de espías
Durante años camparían a sus anchas, hasta que los aliados, gracias a los conocidos como 'soldados del arte', o Monuments Men, se encargarían en revertir, en la medida de lo posible, el desfalco nazi (George Clooney dirigió una película dedicada a ellos, 'The Monuments Men', en 2014). Sin embargo, la connivencia de la España franquista, durante y después de la guerra, y coladeros como la frontera de Hendaia-Irun, así como el puerto franco de Bilbao, pondrían las cosas fáciles a los especuladores del arte que el nazismo arrebató a las naciones que invadía, como si no bastara con la supremacía militar. «El expolio fue la antesala del Holocausto», recuerda el autor de 'El expolio nazi', que sostiene que el Tercer Reich estaba convencido de su condición de depositario del arte mundial.
«En el verano de 1944, San Sebastián era un hervidero de espías». Así empieza el capítulo titulado 'Historias de frontera', en el que vemos actuar en su hábitat al personaje histórico que vertebra el relato narrativo de este ensayo: Alois Miedl. Especulador y banquero, encontró su particular filón en la venta de propiedades robadas a los judíos que huyeron o habían sido enviados a campos de concentración.
En agosto del 44 se instalaría con su familia en el hotel Úrsula de la capital guipuzcoana, a 25 kilómetros de Hendaia, lo que permitía que la ciudad fuera durante años «un centro neurálgico del contrabando», con ramificaciones en toda la península. Por no hablar de Irun, más cercana aún a la frontera y con su puente internacional, hoy conocido también como puente de Santiago, y que durante la Segunda Guerra Mundial había sido «uno de los accesos preferidos por la mafia colaboracionista francesa».
El efecto Bilbao
Franceses de la Carlingue (suerte de Gestapo francesa) y los propios nazis, cuya zona ocupada tocaba literalmente las lindes vascas, se conchababan con los aduaneros españoles, que permitían la entrada en el país de grandes cargamentos de obras de arte. Muchos se colaban también por avión, gracias a la valija diplomática y la confidencialidad que permitía. La línea Barcelona-Berlín estuvo activa hasta mediados de abril de 1945.
Uno de esos traficantes de cuadros fue el citado Alois Miedl, que llegó a Hendaia desde Países Bajos con dos coches y sus respectivos remolques. Portaba entre 60 y 80 obras de arte que luego introduciría en España y de las que 22 quedarían retenidas en el puerto franco de Bilbao, por las sospechas que generaba el controvertido Miedl a las autoridades británicas en la zona.
El gobierno de Franco, por un lado cómplice en la sombra del Tercer Reich (los negocios con el wolframio para las armas son sólo un ejemplo), se debía también a las directrices que marcaban ahora los aliados a las puertas de la rendición nazi. Entre las obras había lienzos de Corot y Van Dyck, en un marchante, Miedl, que tenía en su haber hasta seis cuadros de Cézanne, Van Gogh y Jan Steen. En su etapa en Madrid, dicen que se paseaba con un catálogo de obras allá donde iba.
Martorell cita en su libro a Antonio María Aguirre Gonzalo, cónsul en Hendaia y hermano de quien fuera uno de los fundadores de Banesto (José María Aguirre), y se recuerda la comidilla de que «trabajaba para los alemanes». Según Martorell, Aguirre Gonzalo fue un comprador muy activo en la Francia ocupada, y los marchantes con los que trabajaba eran los mismos que proveían a los nazis. También actuó de intermediario en las compras que realizaba el portugalujo José María de Areilza, que había sido alcalde de Bilbao durante la Guerra Civil (y posterior fundador de la UCD). O Emilio de Navasqüés, o el conde de Torrubia, que se dedicaban a vender en la Francia ocupada y vender en España. «Unos casos que interpretamos más como punta de iceberg que como situaciones aisladas», concluye el autor de 'El expolio nazi'.
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