La rigidez que impone la mascarilla no puede ser más contraria al espíritu festivo y celebratorio, al encuentro entre gentes y sensibilidades que se supone ... que es el talante de un festival. Lo que hay que mantener abierto en el Jazzaldia son los oídos, y los ojos, pero no necesariamente la boca, pero el paisaje de apósitos en verde, blanco o negro que oculta la expresión del público y solo deja al aire una inquietante, quizás inquisitoria mirada, no debe ser lo más agradable de ver al salir a un escenario para hacer música. Y sin embargo, si algo ha prevalecido en esta edición, por encima de toda rigidez y norma, es la emoción casi enternecedora de todos los músicos que han salido a escena, comentando invariablemente que era la primera oportunidad que se les daba de volver a actuar desde el pasado marzo, o que era el único concierto que tenían en todo el verano, caso de los nórdicos Joachim Kühn y Rymden.
El nivel artístico ha sido sin duda muy bueno, cosa que no suele faltar en el Jazzaldia. Pero lo verdaderamente destacable de esta edición es esa celebración, sin euforias ni aspavientos, de volver a compartir emociones a través de la música. Que todo pareciera normal, vivificante, esperanzador y reconfortante durante el tiempo que duraban los conciertos, fueran de free-jazz o de flamenco-fusión, daba igual, hacía sentir que todo volvía a ser como nos gustaba que fuera. Aun con la melancolía de lo vivido en estos meses y el inquietante destino que les espera a los músicos en general en los próximos meses. Ahí el Jazzaldia y sus artífices han tendido una mano verdaderamente importante y, se les notaba a los músicos, conmovedora. Lo destacable es que la 55 edición haya existido, y que ofreciera esa seguridad a los asistentes que cuando salían de la plaza de la Trinidad a las calles de la Parte Vieja es cuando empezaban a sentir la inquietud de las aglomeraciones y los comportamientos demasiado distendidos.
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