Comer con Lou Reed, cenar sin Dylan
Me he despertado con el recuerdo de una pequeña historia sin mucha historia que Iñaki Zarata me contó hace tiempo y que creía haber olvidado, ... pero se ve que no: con motivo de la visita que en diciembre de 1984 Lou Reed realizó a San Sebastián para ofrecer un concierto en el Velódromo de Anoeta, el músico neoyorquino comió o quizás cenó en el bar Cachón que aún sigue abierto en la calle San Marcial. Como quiera que fueran las cosas, Rafael Berrio se enteró y de alguna forma se las arregló para conseguir mesa al lado. Y allí comieron el uno y el otro no exactamente juntos, aunque sí en mesas contiguas, un veinteañero Berrio sin abrir la boca, pero atento a cuanto hacía y decía el ex Velvet Underground; éste, ajeno a todo e ignorante de que a un par de metros le escrutaba uno de los insignes 'hijos' de aquella banda.
Sin embargo, veintidós años después, cuando Bob Dylan se disponía a ofrecer su famoso Concierto por la Paz en la playa de La Zurriola, Berrio comentaba: «Es tan grande que abruma, ningún músico que quiera avanzar en su carrera debería escucharlo porque incita al abandono y acompleja mucho». Y por si no hubiera quedado lo suficientemente claro, añadía: «Yo desde luego no pienso ir a verlo. No quiero amargura, estaré bien lejos».
Es fascinante la enigmática causa que desencadena que entre tantas y tantas canciones, sólo algunas elegidas se transformen en una especie de corriente eléctrica inalámbrica que atraviesa a las gentes, así sea enorme la distancia física que las separa, así haya transcurrido el tiempo. Me refiero a que, por ejemplo, el día que comenzó el confinamiento, Fermín Muguruza recibió medio centenar de mensajes con la canción de Kortatu 'Mierda de ciudad' que tanta gente encontró en su cabeza como primera referencia a la hora de enchupinarse en el hogar. A lo largo de aquel día también pudo escuchar la canción que salía de los balcones de su vecindad. «¡¡¡35 años después!!!», se pasmaba el propio Muguruza. Y también a que si uno en su casa escribe «tengo mi alma en el dulce limbo», otro desde la suya se hace eco y te contesta: «¡Y creo ser el mismo de ayer, oh, soy el mismo de ayer!»
Un misterio que tendrá alguna explicación química, quizás: se diría que la misma sustancia que uno inhala en libros, películas o fotografías, en el caso de la música llegara al órgano encargado de administrar los éxtasis por vía intravenosa y por lo tanto, con mayor intensidad.
Alguna vez le he leído al periodista Jorge Nagore que escuchar por primera vez el golpe de batería con el que arranca 'Like a Rolling Stone' te modifica el ADN de una vez y para siempre. Rememoraba estos días en su blog el músico donostiarra Giorgio Bassmatti aquella noche de 2012 en un bar de Gros, que se pasó pidiéndole a Berrio que interpretara 'No pienso bajar más al centro', en principio, la composición más alejada al concepto de 'himno popular' que alguien pueda escribir. Y, sin embargo, Bassmatti hablaba aquella noche en nombre de todos porque a ver quién no ha amanecido alguna vez en este mundo con las orejas gachas. Capturar con vida ese sentimiento fugaz que alguna vez nos ha recorrido a todos, hacerlo como nadie antes lo hizo y dejarlo fijado para los restos. Se supone que eso es arte.
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