Lo mejor de la quincena
MARÍA JOSÉ CANO
Sábado, 28 de agosto 2010, 05:04
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No se llenó. Y no saben lo que se perdieron. Lo mejor de la Quincena, por inesperado y por calidad. Ni Valery Gergiev, ni Mikhail Pletnev, ni Elisabeth Leonskaja. Rafal Blechacz. Memoricen su nombre, porque seguramente dentro de unos años nos pegaremos por traerlo de nuevo a Donostia.
Rafal Blechacz pertenece a ese reducidísimo círculo de artistas que no parecen de este mundo. Con sólo 25 años, reúne todas las cualidades que se pueden pedir al mejor intérprete y más. Ayer lo dejó muy claro en un Victoria Eugenia que ante la belleza de su sonido pareció hasta haber modificado su acústica. Blechacz demostró que no es una máquina virtuosa que da todas las notas en su tiempo y lugar, sino que tiene la asombrosa capacidad de atraparte con su música desde el momento en que empieza a tocar.
Y da igual lo que ejecute: todo lo convierte en arte, en un discurso construido en base a una sonoridad excepcional que además combina lógica y pasión. El fraseo, el culto al silencio o a las necesarias respiraciones se hicieron naturales en él, hasta su postura en un piano que parecía una prolongación de sí mismo. Todo funcionó al servicio de la música.
La primera parte de su recital nos permitió comprobar la increíble madurez de un pianista que fue capaz de hablar de tú a tú con un Szymanowski de gran complejidad técnica y temática. La 'Sonata en do menor', con un 'Allegro moderato' inicial lleno de complicaciones, fue la culminación de otras dos obras que Blechacz supo enlazar con una intencionalidad muy adecuada. El 'Preludio y fuga en do sostenido menor' , también del autor polaco, constató la evidente capacidad del intérprete de mostrar con absoluta claridad los planos sonoros. Esta 'fuga' y la que también aparecía en la ya citada 'Sonata' fueron una lección de coherencia llevada a cabo por unas sabias manos que realmente hicieron lo que quisieron sobre el teclado. 'La isla alegre' de Debussy resultó fresca, adecuada en estilo y tremendamente convincente.
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Y todavía quedaba el Chopin que ha llevado a Blechacz a los mejores auditorios del mundo. Las dos 'Polonesas' y las cuatro 'Mazurkas' fueron verdaderos divertimentos en sus hábiles manos y en su maduro pensamiento. La 'Balada', que cerró su recital, fue un apasionado y casi salvaje regalo pleno de expresividad y buen gusto. Inolvidable.
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