Tras pasar el punto álgido de la Semana Grande donostiarra, la víspera de la Virgen, te imagino: a) en fuga de semejante fiesta, a cientos ... de kilómetros de la ciudad; o b) devastado física y emocionalmente después de una noche de excesos en la que más que probablemente cayó un helado, quién sabe si un talo, puede que el estruendo de una txaranga, a buen seguro los fuegos artificiales.
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En todo verano, llega un momento en el que hasta el joven vasco más fiestero que atraviesa Euskadi de norte a sur, de este a oeste, de noche en noche, necesita darse un respiro. Para eso está la Aste Nagusia. Una celebración festiva desconectada emocionalmente de la población. Esto nos ahorra el espectáculo del llanto etílico que desata la Tamborrada, especialmente en sus versiones izada y arriada. Ahora estamos en esa juerga diseñada para todos y que nadie siente como propia. He aquí la clave de su éxito.
En las fiestas de verano, no hay lugar para la exhibición koxkero-josemaritarra. Nadie va a terminar el concurso de marmitako bañado en lágrimas y sollozando ante las cámaras de televisión aquello de «es que me acuerdo de los que ya no están». Un concurso de marmitako que, ojo, va por su 16ª edición, dejando muy atrás al desaparecido certamen de ensaladas, demasiado bajón hasta para los más ruralistas. El primer año sólo se presentaron los hijos de algunos concejales. Al siguiente parece ser que se negaron a repetir.
En este sentido, obsérvese la irrelevancia de las sociedades gastronómicas en el programa de fiestas. Otro punto a favor. A excepción de esta pasada noche, en la que los elegidos habrán cantado el 'Festara' –que si significa 'A la fiesta' ha de considerarse el primer fake donostiarra–, las sociedades no pintan gran cosa. Resignadas a un segundo o tercer plano, ceden el protagonismo a la muchedumbre, alfa y omega de la celebración.
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La muchedumbre
En Semana Grande, se trata de ver los fuegos, lamer un helado y sumarse a cuantas muchedumbres encuentre uno a su paso. Coges el programa de fiestas, te lo estudias a fondo y la única conclusión posible a la que puedes llegar es que la muchedumbre es el acto central de cada día. Una muchedumbre construida a base de individuos, cuadrillas y familias que la buscan y que sólo cuando la encuentran saben que ya han llegado al final de su periplo.
Y esta Semana Grande nuestra es así porque es así como la amamos. Los donostiarras no soportaríamos una semana de fiestas en nuestra propia ciudad, así que inventamos la Aste Nagusia, que bajo la apariencia de celebración es lo más opuesto que hemos logrado concebir. La coartada fue el turismo, pero los turistas nos miran con indulgencia, convencidos de que si hay gigantes y cabezudos es porque son cosas nuestras, la indescrifrable indiosincrasia de un pueblo antiguo.
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«Es para los turistas», llevamos décadas diciéndonos, como si gentes capaces de tirarse hasta una hora de cola para comer uno o dos pintxos –no conviene superar esa cantidad porque no menos de diez tascas reseñadas aguardan– necesitaran mayores estímulos. A razón de pongamos 45 minutos de espera, la ingesta de «los diez bares de pintxos que no te puedes perder en tu visita a Donostia» puede suponer una inversión temporal de unas siete horas de paciente ansiedad. Ellos aguardan, nosotros los miramos. Dos muchedumbres frente a frente, disfrutando a tope.
El poeta Michael McClure, que participó en el concierto de despedida de The Band con la lectura de algunos de sus poemas, declaró años después sobre la película que de aquella noche rodó Martin Scorsese: «Cada vez que la veo me coloco». La Semana Grande funciona un poco a la inversa: da igual que lleves todo el verano llamando a las puertas de la percepción, te devuelve a la más lúcida vigilia y a cualquier hora durante siete días seguidos.
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Sea como sea, feliz resaca de luz y sonido.
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