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El asesinato de Gregorio Ordóñez fue un tremendo mazazo en una Euskadi que se consumía con un terrorismo voraz que se empecinaba en potenciar su maquinaria de la muerte para negar la pluralidad de Euskadi y forzar al Estado a abrir una negociación. Cuando en las fiestas del Pilar de 1988, en Zaragoza, un grupo de tamborreros donostiarras invitados a la fiesta discutían sobre la ciudad con muy buen humor con el delegado de Turismo, Gregorio Ordóñez, no eran conscientes de la tragedia que vendría cinco años después. En aquella charla nocturna, a la que sumó al final la teniente de alcalde de Euskadiko Ezkerra en Donostia, Rosa Bello, Ordóñez desplegó su empatía y cautivaba a sus adversarios. ETA lo asesinó porque simbolizaba todo aquello: la rebeldía frente al terrorismo, la falta de miedo y de complejos.
Su asesinato sacudió con fuerza a la sociedad vasca, y comenzó a romper la burbuja hermética de la izquierda abertzale. Hasta entonces ETA no había matado a políticos representantes del pueblo, con excepción de algunos atentados de los polimilis contra militantes de UCD.
Los tiempos han cambiado por completo pero, lamentablemente, tardaron mucho tiempo en hacerlo. Demasiado. Tanto que durante años se instaló una idea de pesimismo profundo, como si la violencia fuera ya un compañero de viaje inseparable y rutinario del paisaje vasco. En San Sebastián, como explicaba aquellos años el alcalde Odón Elorza, cohabitaba la hermosura y la belleza urbanas con la miseria moral de la persistencia del horror. El comando Donosti se cebó en especial sobre la ciudad con atentados de un gran impacto social. Se convirtió en un costumbrismo fatídico y esquizofrénico que no dejaba ver las luces de la salida.
La portavoz municipal en San Sebastián de la entonces Herri Batasuna, Begoña Garmendia, quebraba el hielo un día después del crimen contra Ordóñez mientras la gran mayoría de sus compañeros de formación política guardaban un ominoso silencio. Aquel atentado del 23 de enero en el bar La Cepa suponía un salto cualitativo en las acciones terroristas de la organización, ya que se atacaba directamente contra un representante político elegido democráticamente. La única voz que se alzó en HB entonces fue la suya: «Debo manifestar mi total desacuerdo y mi más firme rechazo a este acto. A los adversarios políticos hay que combatirlos con armas políticas», dijo entonces, muy consternada.
Aquel desmarque fue el germen de un cambio de fondo que empezaba a gestarse en la izquierda abertzale. Un cambio muy lento, porque el núcleo duro militarista alrededor de KAS imponía su tesis de 'socialización del sufrimiento' para extender el terror a sectores no nacionalistas mediante la práctica del terror. Su gesto fue el más visible, aunque ya en marzo de 1991, el diputado Iñaki Esnaola había presentado su dimisión por discrepancias con la línea oficial oficial.
El fracaso de las conversaciones de Argel en 1989 y el Pacto de Ajuria Enea anterior marcaron las líneas geopolíticas del momento bajo la unidad política de los partidos. La democracia intentaba presionar políticamente a la izquierda abertzale para que rompiera sus amarras con ETA y aquella cohesión política logró concienciar a la mayoría de la sociedad vasca para comenzar a deslegitimar la vía de las armas. El acoso provocó sus efectos y fortaleció el discurso democrático y debilitó al bloque que seguía anclado en la ruptura traumática. Pero ello, junto la acción policial y judicial, no era suficiente para romper el iceberg.
Eso sí, el deshielo había comenzado. La frustración por el final de Argel también alimentaba la desazón en los sectores más políticos de HB, que eran conscientes del desgaste social que comenzaban a detectar.
A partir del asesinato de Ordóñez, la 'socialización del sufrimiento' -sobre todo el acoso contra los no nacionalistas- fue la respuesta de ETA a la presión social contra el mundo de la violencia y contra el aislamiento político a la izquierda abertzale que era incapaz de desmarcarse de ETA. Venía precedido por la frustración por el fracaso de la mesa de Argel, que generó un descontento en un sector de ese mundo.
La presión de ETA contra los políticos no nacionalistas comenzó en 1995 y tuvo un un nuevo episodio dramático con el asesinato en febrero de 1996 del socialista guipuzcoano Fernando Múgica. La movilización contra ETA empezaba a cuajar hasta que el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco en julio de 1997 permitió articular un fuerte movimiento de contestación social, que fue decisivo a la hora de ganar la batalla del relato contra la violencia en el seno de la sociedad vasca.
Después de Ermua vino el Pacto de Lizarra, un proceso de buscar la paz a través de la concertación nacionalista en favor del derecho de autodeterminación. Le acompañó una tregua de la organización terrorista, que terminaría rompiendo al considerar que los partidos abertzales no habían cumplido sus compromisos. La ofensiva del terror se agudizó en 2000 con los asesinatos de Fernando Buesa, Juan María Jáuregui, Ernest Lluch y José Luis López de Lacalle. El hartazo social se trasladó a la calle.
Los años no han pasado en balde. Dos años antes de aquel crimen, el 19 de enero de 1992 fue asesinado José Antonio Santamaría mientras cenaba en Gaztelupe. La losa de pesimismo que se abatió sobre la ciudad en fiestas hacía presagiar lo peor. La rabia, contenida o no, de muchos donostiarras cohabitaba con algunos gritos a favor de ETA en la Parte Vieja y con otros silencios demoledores. El cambio estaba aún lejano. Pero la semilla del final ya estaba plantada..
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