Hay quien se separa de espíritu, pero no de cuerpo. No por falta de ganas, sino de techo. «La vida está muy malamente», dice mi ... carnicero mientras deshuesa un pollo con el pulso de un cirujano plástico. Se queda corto el matarife: la vida está peor, tanto, que muchas parejas rompen y siguen compartiendo piso con su ex. Mejor eso que compartir la miseria.
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Aquí no hay cese temporal de la convivencia que valga, sino cohabitación a regañadientes, tipo Junts con el PSOE: la ruptura se escenifica, pero siguen compartiendo espacio. Convivientes a la fuerza, pagan la luz y el agua a medias, y encadenan ciclos de lavado para arañar euros. Ella, que ha aprendido a leer el cesto de la ropa sucia, sabe que el otro ha ligado en cuanto ve sus calzoncillos de Calvin Klein, los únicos que tiene de marca. A pesar de eso, cuando hace verdura a la plancha para cenar y oye sus pasos por el pasillo, le pregunta si quiere. Siempre le sobra, porque aún no ha aprendido a cocinar para uno. Para una.
España, dicen, se rompe, pero no se separa. Solo lo hacen los que pueden: Andy de Lucas, Sonia de Selena, un Javi de otro Javi. Ahí está la mansión: querían una casa donde vivir un verano perpetuo de verbenas piscineras y gente guapa, de la que luce palmito sin tener que pedir perdón por ello. Los Javis, como si fueran las herederas de un imperio bodeguero que enseñan sus palacetes en las primeras páginas de ¡Hola!, mostraron su nido de amor y fiesta en una revista de decoración, que para eso son ricos y famosos. Ahora, muerta y enterrada la pasión, podrían seguir viviendo allí sin tener que verse el careto en todo el día. Yo no me iba ni aunque tuviera que lavarle los calzoncillos al otro. Y a mano.
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