Política y perspectivas éticas
El ejercicio sistemático de la autocrítica sería útil para quienes nos representan, porque reconfortaría a una ciudadanía perpleja por la descalificación perpetua
Lleva razón Daniel Innerarity al enfatizar que conviene deslindar los ámbitos de la política y de la moral. Es lo que hizo Maquiavelo en 'El ... Príncipe', al divorciar los procesos políticos de la religión e igualmente de la ética. La política tendría sus propias reglas de juego, como señala Cassirer en 'El mito del Estado' cuando glosa justamente a Maquiavelo.
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Los argumentos políticos deben ser contestados con mejores argumentaciones del mismo tenor y no con 'moralina', dado que nadie se halla en posesión de verdades incontestables y los consensos deben renovarse mediante disentimientos más persuasivos. Pues la política debería ser el arte de una deliberación discursiva cuya misión fuera intentar convencer al discrepante y no a los correligionarios que ya comparten de partida los mismos argumentos. Así debería ser en un mundo ideal que no hay visos de conocer con los actuales actores políticos a cualquier escala, seducidos por las tentaciones de la demagogia y empeñados en desvirtuar el sistema democrático.
Sin duda, descalificar moralmente al adversario político, sin más, puede no ser sustantivo para la política y sus peculiares engranajes. Pero desde luego sí cabe hacer ese tipo de calificaciones desde una perspectiva histórica, lo cual nos permite por ejemplo hablar de la catadura moral de un Hitler o un Stalin, a la vista del catálogo de sus proezas políticas, por no traer a colación ilustraciones algo más actuales.
Afirmar que los otros lo hacen siempre peor no sirve para nada
Con todo, en la historia de las ideas morales y políticas hay autores que han visto las cosas de otra manera, e incluso hay alguno medianamente famosillo, como Jean-Jacques Rousseau o su aventajado discípulo Immanuel Kant, cuyo tricentenario estamos a punto de celebrar a y cuyos escritos continúan siendo muy aconsejable frecuentar, cual sería el caso del irónico ensayo 'Hacia la paz perpetua'.
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En ese texto Kant defiende a la Revolución Francesa, porque suscribe los principios del espíritu republicano de libertad e igualdad, sin los cuales no puede darse ningún tipo de autonomía personal. A su entender, moral y política serían dos caras de la misma moneda, cuya conjunción difícilmente pueden diluirse, al converger en el objetivo común de facilitar nuestras convivencia con sus reglas y actuaciones. Tanto más cuánto la verdadera política sería para los dos pensadores citados el camino hacia un ámbito moral, que no al contrario. Con ello Kant demuestra ser un atento lector de Rousseau, para quien sólo podemos devenir agentes morales una vez que hemos oficiado como ciudadanos.
Ciertamente Kant no es nada ingenuo, como demuestran sus afirmaciones acerca del mal radical o sobre «una madera tan retorcida de la que no cabe tallar nada recto», según recuerda Isaiah Berlin al titular así una de sus obras. A juicio de Kant, doblegarnos ante las leyes coactivas del derecho dictadas por una constitución política es lo que puede conducirnos en un momento dado a hacer nuestra la ley moral, mas no viceversa.
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Eso no quita para que, mientras tanto, los políticos ajusten sus criterios de actuación a lo que sea justo con arreglo a la ética. No tratar a los demás, ni tampoco a uno mismo, tan sólo como meros medios instrumentales, o no pretender que nuestra máxima sea una excepción a la norma por perseguir un interés particular, son las declinaciones del formalismo ético kantiano, que sólo pretendió encontrar una fórmula para compulsar nuestras pautas cuando pretendemos oficiar como agentes morales.
Los políticos no podrían desentenderse de la ética, si no quieren dejar de ser personas y no devenir simples cosas, como sucede cuando renunciamos a ser agentes morales y a responsabilizarnos con ello de nuestros actos, al menos bajo una óptica kantiana. No hace falta descalificar a nadie moralmente, al tratarse de una tarea intransferible que cada cual ejecuta en la esfera pública y que no admite ninguna excepción, tampoco para la clase política, puesto que nos comprende a todos por igual.
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Es obvio que ciertas actuaciones pueden ser calificadas de incongruentes con una ética mínima, por utilizar la expresión de Adela Cortina, y que se realzan cuando al quedar bajo los focos de la opinión pública, como sucede con el comportamientos de quienes voluntariamente asumen unas determinadas responsabilidades políticas.
En cualquier caso, el ejercicio sistemático de una constante autocrítica podría resultar muy útil para quienes nos representan en cualquier foro público, porque haría más convincentes las críticas a sus adversarios políticos y reconfortaría mucho a una ciudadanía perpleja por la descalificación perpetua como único argumento de sus representantes políticos. Afirmar que otros lo hacen peor no sirve para nada, tal como creo que pretende recordarnos Daniel Innerarity en el artículo mencionado al principio.
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