Aunque cumplo con solvencia los requisitos de virilidad impuestos por Trump para el nuevo ejército americano (no soy gordo y tampoco precisamente melenudo), no me ... verán ustedes haciendo las pruebas para ingresar en los Navy Seals. Los objetores de conciencia fuimos una especie pintoresca y fugaz de la democracia española, pero seguimos teniendo nuestro corazoncito hippy y una disposición de ánimo fervientemente contraria a los fusiles de asalto. Las historias de la mili, sin embargo, siempre me parecieron de algún modo edificantes. Una cierta España, oscura y no del todo olvidada, se cuela por las rendijas de aquellos relatos asombrosos que cuentan los viejos del lugar.
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A mi suegro le tocó hacer la mili en Bilbao, en lo más crudo e inhóspito de la posguerra. El capitán, en cuanto vio que sabía cocinar, le echó el guante. Sin dejar de dormir en el cuartel, pasó a formar parte del servicio doméstico de la señora capitana, que con gran soltura lo exoneraba de sus deberes militares, lo mandaba al mercado y le encargaba la preparación de los menús familiares, que luego les servían en platos de porcelana.
Aquello me parecía el colmo de la perversión franquista, una inadmisible confusión entre lo público y lo privado: ahí vemos la olímpica desfachatez del poderoso que, en lugar de pagarse de su bolsillo un cocinero, escoge al mozo de reemplazo con mayor destreza en la elaboración de sofritos para ponerlo a su exclusivo servicio. No sé por qué, pero al escuchar las últimas noticias sobre Begoña, nuestra admirada Begoña, me ha venido a la mente esta vieja historia de la mili. ¡Qué extrañas son las conexiones neuronales! ¡Como si tuviera algo que ver!
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