Este banco, fíjate bien, es ya una reliquia. Un superviviente. Mira la madera, cómo se ha rendido en algunas partes, mostrando una osamenta de astillas ... grises que la lluvia y el sol han lijado hasta dejarla suave, casi como el lomo de un animal viejo. El hierro forjado de las patas, con esos arabescos que ya nadie se molesta en diseñar, se aferra al suelo con la terquedad del óxido, manchando la acera con lágrimas de herrumbre. Antes los pintaban cada primavera de un verde botella, un verde solemne y esperanzado, el color de las cosas que pertenecen a todos.
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Ahora lo han dejado a su suerte. Como a tantas otras cosas. Supongo que algún día lo cambiarán por uno de esos asientos de diseño, de un material imposible, ergonómico y hostil, de esos que te impiden echar una cabezada o sentarte más de diez minutos seguidos. Un banco pensado para no ser usado, la metáfora perfecta de nuestro tiempo. Todo tiene que ser productivo, eficiente, rentable. Hasta el descanso se ha convertido en una industria de alto rendimiento. Nos vendieron la modernidad como una liberación de las viejas ataduras y resultó ser un contrato de permanencia con la prisa, con la gestión minuciosa de cada minuto, como si la vida fuera una hoja de cálculo.
Y en ese gran balance de activos y pasivos, la generosidad sin retorno ha pasado a ser un apunte excéntrico, una anomalía contable. Observa a la gente pasar. Caminan con un propósito blindado, los ojos fijos en un destino que casi siempre es una pantalla. Se cruzan sin tocarse, habitando burbujas de aire personal que han comprado a plazos. Mucho hablar de empatía en las redes, muchos lazos de colores en los perfiles, muchos manifiestos firmados con un clic. Pero luego, en la distancia corta de la acera, el corazón se ha vuelto un músculo helado, un órgano que bombea por pura inercia biológica, no por el impulso de reconocer a otro en su fragilidad.
Hemos convertido las relaciones humanas en un campo de minas donde avanzamos con un detector de intereses
Todo es un intercambio, una transacción. Se mide el favor, se calcula el gesto. Se da esperando, aunque sea el vago rédito de la propia satisfacción, esa palmadita en el ego que nos decimos a nosotros mismos: «Qué buena persona soy». Pero el acto puro, el que nace del silencio y muere en el anonimato, ese es un idioma que hemos desaprendido. Es como si hubiésemos privatizado hasta el alma. Cada uno gestiona su pequeño capital de afectos, invirtiéndolo solo donde hay garantía de dividendos. Se privatizó el agua, la luz, el teléfono... y sin darnos cuenta, en el mismo paquete, nos privatizaron la compasión. Ahora cada uno tiene la suya y la administra con celo, no vaya a ser que se gaste.
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Lo peor es el discurso, ese ruido de fondo que lo justifica todo. Nos dicen que somos más libres, más autónomos, emprendedores de nuestra propia existencia. Y en esa carrera por ser los gerentes de nuestro yo S.L., hemos olvidado cómo se conjuga el plural. El «nosotros» se ha vuelto una pieza de museo, una palabra que suena hueca, como esas conchas de caracol que ya no guardan el mar dentro.
Es agotador, ¿no crees? En un estado de alerta constante, midiendo cada palabra, cada silencio. Temiendo la deuda no escrita de un café, el compromiso invisible de una sonrisa. Hemos convertido las relaciones humanas en un campo de minas donde avanzamos con un detector de intereses. Y así nos va, que la soledad ya no es un estado, es la sistemática. Una soledad con wifi, llena de voces que no nos nombran, de caras que no nos miran.
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Mira, ahí. ¿Lo ves?
Un gorrión. Ha bajado de la rama con dos saltitos precisos, ajeno a las hipotecas, a la inflación, al último debate sobre la nada. Ladea la cabeza, con ese ojo como una cuenta de azabache que lo capta todo. No pide, no exige. Solo está ahí, esperando una miga, una oportunidad. Su interés es el más honesto de todos: la supervivencia. No hay doblez en su búsqueda, no hay una estrategia a largo plazo. Es el ahora. El hambre y la esperanza contenidas en un cuerpo minúsculo que desafía al viento.
Qué lección, ¿verdad? En un mundo de cálculos y artificios, este pequeño pájaro es la verdad con plumas. No quiere mi voto, ni mi aprobación, ni mi seguimiento en ninguna plataforma. Quizás solo una miga del bocadillo que ya no tengo. Su indiferencia hacia mis pensamientos es el mayor de los respetos.
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La mujer calló. Sus palabras, que habían flotado en el aire frío de la tarde, se disolvieron sin encontrar respuesta. Extendió una mano vacía hacia el pájaro, con la palma hacia arriba en un gesto de ofrenda sin objeto.
–Pero tú sí que entiendes, ¿verdad, pequeño? —susurró, y una sonrisa triste, íntima, se dibujó en su rostro.
El gorrión dio un saltito más, recogió una semilla invisible del suelo y se perdió en el cielo plomizo. Y el hueco a su lado en el banco seguía tan frío y tan vacío como siempre, ajeno a las palabras que, ahora sí, se las llevaba el viento...
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