La gran huelga de la democracia
La televisión se quedó muda y la huelga general se hizo. Era el 14 de diciembre de 1988, miércoles, y España amaneció expectante ante el ... desafío sindical al Gobierno socialista de Felipe González. Comisiones Obreras y UGT decían basta. Las políticas económicas y sociales de aquel Ejecutivo socialista, guiadas de forma lamentable por criterios neoliberales, habían golpeado con dureza a la clase trabajadora. Aquel «lo teníamos que hacer», de Carlos Solchaga, a la sazón ministro de Economía, sonaba no sólo a desprecio sino que dejaba patente la alianza entre un gabinete más atento a la patronal que a la masa trabajadora, que era la que en verdad le había aupado a la victoria. Nada había en aquel equipo que comandaba González que pudiera, a la altura de 1988, llamarse socialista.
La reforma del mercado laboral, que había arrancado en 1984 con la modificación del Estatuto de los Trabajadores y la introducción de los contratos temporales para los jóvenes –origen de la precarización estructural que caracteriza a estas horas el mercado laboral español–, fue la antesala de un cúmulo de errores que culminaron con la presentación del Plan de Empleo Juvenil por el entonces ministro de Trabajo, Manuel Chaves. El que más tarde acabaría presidiendo la Junta de Andalucía proyectó toda una serie de medidas muy al gusto de la patronal que apuntaban directamente a la precarización del trabajo de los más jóvenes: temporalidad, bajos salarios y exenciones para los empresarios. Era la gota que colmaba el vaso. Comisiones Obreras y UGT lanzaron un órdago al Gobierno: convocaron una huelga general.
El 14 de diciembre de 1988 se sumaron a la huelga más de 8 millones de trabajadores, el 90% de la población activa. La manifestaciones de protesta recorrieron las principales ciudades españolas: Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao… El éxito fue rotundo. Fue la gran huelga de la democracia, el gran y último gesto de una clase trabajadora que se plantó ante las políticas liberales de un Gobierno que había perdido ya buena parte de su esencia izquierdista pues caminaba hacia el centro en unión de otros actores muy alejados ya de los obreros. Triunfaron los sindicatos y obligaron a que el Ejecutivo se sentara a negociar. Hubo concesiones. No cabía otra.
Pero si algo se demostró aquel 14 de diciembre de 1988, esto fue la enorme legitimación social del sindicalismo y la existencia de una conciencia colectiva que facilitó la unidad y la lucha. Desgraciadamente, treinta años después y con un panorama mucho peor, la desconexión entre la masa trabajadora y los sindicatos es tan patente que estos últimos no cuentan con la legitimación social suficiente para poder liderar un movimiento de protesta. El individualismo ha sustituido a lo colectivo, de forma que la clase trabajadora ha perdido tanta conciencia que no es más que un ente pasivo sin capacidad de reacción. Así hemos cambiado en treinta años.
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