Me acuerdo de un juego de niños. Cada uno teníamos que decir tres afirmaciones, de las que dos eran mentira y una no, y los ... demás compañeros tenían que adivinar cuál era esa. Reconozco que era un juego muy divertido en aquel tiempo, donde la verdad, o sea la realidad, era muchas veces más increíble y más rica en matices que cualquier mentira o invención. Ahí, en esa época, a tan temprana edad, nos iniciamos algunos en el arte de la mentira, perdón, en el de la poética. Decíamos cualquier barbaridad que se nos pasaba por la imaginación, y resultaba que los sucesos cotidianos la superaban, y no constaba como producto de la fantasía. Por ello, para ganar en la contienda infantil había que decir verdades simples, normales, insulsas, sin fuelle, para que parecieran lo que no eran. No digo con esto que fueran aquellos momentos inusitados y espectaculares, al contrario, pero sucedían cosas que, aún hoy, resultan difíciles de creer, y, si no fuera por la memoria, y la hemeroteca, el archivo de Egipto actual, pocos afirmarían con la razón que les asiste que todo aquello tuvo lugar.
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Pensar la realidad es, a veces, más complicado que imaginarla, y más aún que construir una ficción paralela o superpuesta. En culturas muy tradicionales, donde el apego a los libros santos está extendido y, generalmente, hay unanimidad y consenso en torno a su interpretación, fantasear no deja de ser un ejercicio arriesgado, o inútil a todas luces, porque pasa por suplantación de la verdad instituida e insustituible.
Cada sociedad sostiene, mantiene y alienta su verdad, fruto de décadas, a veces siglos, de convivencia y aceptación de ciertas reglas, nunca bien escritas, aunque consensuadas a viva voz, o a voz en grito. En el silencio, igual que en la palabra, hay verdaderos maestros, pero poco se dice sobre los auténticos instigadores. «Quien calla otorga», dice el refrán. Pero, ¿quién manda callar? El comandante, claro.
Ahora que ha muerto Alice Munro, quiero elogiar un cuento suyo, magnífico y aleccionador como pocos. Se titula 'Consuelo'. Yo, leyéndolo, entiendo la lucha de una persona que quiere defender la verdad científica frente a otra verdad, aclamada e instaurada en la comunidad donde habita, vivir es otra cosa. La lucha, como tal, es desigual y asimétrica. El protagonista pierde todo, excepto la dignidad. Es una historia que retrotrae a la antigua Grecia, y donde se escuchan todavía ecos de Antígona y de Sófocles, maestro de verdad.
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