EFE

De éxtasis y de místicas

Martes, 10 de mayo 2022, 07:18

Imposible despegarnos — aunque así no nos lo parezca al principio— de los somieres del mundo clásico. Que si Medea, que si la Hidra, que si ... Medusa, nadie podrá eludir su persistente presencia. Ahora, mientras unos van por el éxtasis o GHB— el líquido que obnubila, ofusca, ciega entendimientos en el panel de las neuronas restregadas como mojados trapos y sus trazas se pierden en moléculas de segundos— lo que me temo yo que sea también catalepsias, catástasis, metástasis, y hasta hipóstasis por el absoluto hundimiento hiposténico sobre todo, con el botellón y el pastillaje como oficina de viajes hacia territorios donde el aburrimiento se disimula— otros nos inclinamos por la ataraxia (que es achaque de senilidad, si se quiere, pero también proclamación de la más noble e ignorada esencia epicúrea: la del escepticismo).

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Si no nos matan antes de tiempo (que en ello se empeña esa secta de asesinos con sus guerras que desde hace décadas se nos entreveran), la vida no deja de ser un suicidio, más o menos rápido o lento. Y, por lo que optan los de los botellones o fiestas tirando a 'rave', parece que es por la prisa en morir, que es elección respetable, que no hay por qué matar a nadie pero tampoco prohibir a quien le urge despedirse.

Al margen de esta decisión –que es derecho humano y no licencia a conceder– señala la tradición que los frutos de la genialidad humana fueron logrados, las más de las veces, con el concurso de las drogas, que si nos pusiéramos a hacer una lista de obras y autores estimulados por ellas, ni nos cabrían. El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra que yo, al menos, confieso haberme drogado diariamente en mis años mozos con mi buena ración de poemas que, acaso por ser tan pobre y de una generación crecida en la posguerra, de tisanas literarias solamente alimentaba mi espíritu. Y, para conjugar sed de infinitos, pócimas y mejunjes varios, no por ello acudir a fiestas delirantes, una algarabía de voces y ruidos varios y de vomitonas en la noche que no hay tímpano ni estómago que lo resista, un mar poblado de botellones con mensajes de náufragos, costas de sirenas desteñidas y mozallones desbraguetados fraguando tretas eróticas por medio de variados pastillajes, está el pasaporte para el auténtico éxtasis, que sé que es meta de un sentir infinitamente más profundo, una levitación como de colibrí que liba de ambrosías espirituales.

Y es que, sería imperdonable ignorar, por un ejemplo, que del éxtasis del amor divino nació el inmenso venero, manantial puro, hontanar inagotable, aljibe rebosante, de la poesía mística, y ahí está, como preclara estrella para siempre inalcanzable la del de Ontiveros, que una vez leída, si alguien alguna vez sintió veleidades de poeta es como si se ciñera al cuello el dogal del suicidio y se colgara de la rama del árbol del ahorcado, y que, por cualquier lugar que abra uno el capítulo dedicado a la poesía mística, se da de bruces con el espanto de darse cuenta del trastoque sublime, que es como si La Bestia de Le Prince de Beaumont después de haber contemplado a la Bella en sus esplendores, hubiese tenido antojos de Narciso y se hubiese mirado al espejo, que es entonces cuando sucede la caída del ángel, el desplome de la ilusión, el abrirse los abismos y precipitarse la bondad en los infiernos de la desdicha, que lo más tremendo que le ocurre a un monstruo es no saber que lo es y ese descubrimiento le puede sumir en desconcierto de locura, y, si se es crítico con su creador, el rebozarse en los lodos de su propia miseria para mirar a lo alto y apostrofar a todo lo que de grandioso puede ver o suponer que hay ahí, verbigracia, la gloria de las gaviotas en sus vuelos de recreo o los del sacre como saeta, las gotas de agua acortinando de suaves cendales el ambiente, las estrellas que son los puntos suspensivos del infinito, y si alguien, alguna vez, nos dejó entre las meninges la semilla de la vaga duda de una posible existencia de divinidades etéreas que pudieran tener algo que ver con nuestras desgracias, le nacerá como una agria reprobación por dones que siempre se nos negaron.

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Claro que, en paralelo con estas glorias inenarrables del éxtasis, como si se tratara de páginas a dos columnas de sinónimos y antónimos, estará el contrapeso de embaucadores y falsarios, o de raros profetas en su pedestal que ningún viento, ni lluvia, ni vuelos de sucesos y acaecimientos pudieran romper su impasibilidad como la de aquel estrafalario Simeón, adorador obseso del Dios inmóvil que se manifiesta en todo su poder, sobre todo; columnas hincadas en la tierra sobre las que se posa, hitos de lo transcendente frente a lo transitorio.

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