75 años de la liberación de Auschwitz
El miedo a que desaparezca el último testigo viviente del Holocausto va unido al del olvido definitivo del mal absoluto
La política nacional ofrece incluso demasiados temas para comentar, pero ninguno de ellos tiene la entidad suficiente para ello, y menos en boca de los ... políticos actuales, en comparación con la memoria de Auschwitz, la piedra clave, angular sobre la que se edifica la Europa democrática, que sobrevivió a dos guerras mundiales, al fascismo-nazismo y al comunismo. Son ya 75 los años transcurridos desde que tropas soviéticas liberaron el campo de destrucción. El Holocausto comenzó a ser conocido por todos, incluso aquellos que habían tenido cerrados los ojos. Desde entonces Auschwitz y lo que representa es la imagen del mal absoluto del que es capaz el hombre. Es difícil vivir con esa memoria, pero al menos, a pesar del transcurso del tiempo, en democracia debiera ser un ejercicio ineludible volver una y otra vez a re-presentar esa posibilidad del mal absoluto para reconstruir continuamente el fondo desde el que vive y se renueva la democracia. Nunca más debiera ser posible negar la dignidad de ninguna persona, de ningún ser humano, principio básico de la Constitución alemana. Pero como recuerda el abogado y escritor alemán Ferdinand von Schirach, todos los días se actúa contra ese principio constitucional en la misma Alemania.
Vivir con el recuerdo y sobre el recuerdo del mal absoluto, con el recuerdo y sobre el recuerdo de lo que Europa hizo con sus conciudadanos judíos -y sin esconderse tras los reduccionismos de que solo fueron los alemanes, solo fueron los nazis, solo fueron los líderes del régimen, solo fue Hitler, y nadie más, como entre nosotros la historia de terror de ETA, no tiene más responsables que los comandos- se hace difícil con el pasar de los años porque otras preocupaciones aparecen y van imponiendo su peso y su actualidad a algo que va quedando en la memoria, en el pasado, en el recuerdo. Cuando las crisis se van repitiendo, cuando por todo el mundo aparecen conflictos no reglados, guerras no declaradas, terrorismos de distintos tipos, injusticias insoportables y amenazas globales, la prioridad de la memoria de Auschwitz como fundamento de la democracia en Europa va debilitándose poco a poco, pero con una inercia creciente.
Se ha afirmado estos día que pronto no quedará ningún testigo superviviente de aquella tragedia, nadie que pueda dar testimonio vivo de lo que fue y significó el Holocausto, la gran vergüenza de Europa, de los que directamente la perpetraron, de quienes fueron ayudantes necesarios y voluntarios en la tragedia, de quienes después de la tragedia no abrieron las puertas de sus países a los que estaban dispuestos, a pesar de todo, a volver, de los que siguen negando que el holocausto se produjera. Y con el miedo a que desaparezca el último testigo viviente de la tragedia del Holocausto va unido el miedo al olvido definitivo.
Quedará, eso sí, el gran monumento de la Shoa de Claude Lanzmann, quedaran los múltiples archivos en los que se recogen testimonios personales de multitud de judíos que sobrevivieron al Holocausto. No faltan memoriales, infinidad de libros, películas, documentales que harán imposible que el Holocausto caiga definitivamente en el olvido y los humanos, sobre todo los europeos, perdamos definitivamente nuestra alma, nuestro espíritu.
Pero para que la memoria mantenga su capacidad de estremecer, sin la cual nunca será fuente de renovación democrática continua, una llamada imperativa a que no vuelva a suceder, hacen falta testimonios que nos pongan los nervios al aire. Uno de esos testimonios, entre los muchos que no tuvo más remedio que formular en sus poesías, es este poema de Paul Celan titulado 'Tenebrae':
Cerca estamos, Señor,
cerca y asibles.
Agarrados ya, Señor,
Asidos por las garras como
si el cuerpo de cada uno de nosotros
fuese tu cuerpo, Señor.
Ora, Señor,
Ora hacia nosotros,
Estamos cerca.
Torcidos por el viento marchamos,
Marchamos a agacharnos
Sobre la hondonada y el cráter acuoso.
Al abrevadero fuimos, Señor.
Era sangre,
Sangre por ti derramada, Señor.
Brillaba.
Nos arrojó tu imagen a los ojos, Señor.
Ojos y boca estaban tan abiertos y vacíos, Señor.
Hemos bebido Señor.
La sangre y la imagen que había en la sangre, Señor.
Ora Señor.
Estamos cerca.
Cuentan que a un superviviente del gueto de Varsovia otro judío le preguntó: ¿cómo puedes todavía creer en Dios? A lo que el primero contestó: ¿y a quién, si no, voy a pedirle cuentas de lo que nos ha sucedido? Al filósofo Robert Spaemann alguien le preguntó dónde estaba Dios cuando sucedió el Holocausto. Y Spaemann respondió: en la cruz de Jesús en el Gólgota. Celan no reza, hace rezar al Señor que ha derramado su sangre haciendo que los que han sufrido en la historia formen un solo cuerpo con él entrelazados y agarrados unos a otros. No hay mayor cercanía que la del sufrimiento impuesto, de la muerte inmerecida y sin embargo tan humana, tan significante para la vida, hasta el punto de que el mismo Dios no quiere encontrarnos más que en la misma, en la sangre derramada, en la muerte injustamente sufrida.
Es prácticamente imposible que en el mundo azorado, precipitado, politizado hasta extremos increíbles -¡discutiendo de quién son los hijos, por Dios!-, en el mundo en el que solo vale el espectáculo, lo superficial, lo aparente, la moda, lo que no tiene peso real, no haya sitio ni capacidad de escuchar el grito de Paul Celan, a quien el Holocausto le arrebató toda su familia extensa. Tampoco existe la posibilidad de que alguien, escuchando ese grito, despierte a un momento infinitesimal de conciencia. ¡Y luego nos preguntamos qué nos pasa, qué pasa con nuestra democracia!
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