El Foco

Muerte por algoritmo

No sorprende, pero escama, que los más altos ejecutivos de las empresas tecnológicas de Silicon Valley prohíban terminantemente a sus hijos el uso de teléfonos y redes sociales

Domingo, 5 de noviembre 2023, 01:00

El fin de semana pasado hice galletas por primera vez desde que recuerdo. No soy una cocinillas, ni mucho menos. Y no soy muy de ... dulce. Pero las hice con mi hija. Una nueva actividad para pasar el fin de semana, porque ya hemos hecho mucha plastilina, acuarela, yoga... y todo lo que se me ocurre para entretenerla y estimularla. También vemos películas, sí. Nos sentamos juntas en el sofá y comentamos lo que pasa en la pantalla. Ay, las temidas pantallas. Veo a familias con niños comiendo en restaurantes y ahí están los chavales, con su iPhone o su tablet. Los veo también sentados con su teléfono en los columpios del parque. O en grupos, en silencio y escroleando sin parar, cada uno en su dispositivo. Y por mucho que invente nuevas actividades, creo que algún día esos también seremos nosotros. El mundo digital no es el mal per se. Igual que no lo fue la revolución industrial. Pero como cualquier cambio social, hay que tratar de entenderlo para poder utilizarlo de la forma más segura posible. Y esa es nuestra responsabilidad como madres y padres.

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Meta (la empresa dueña de Facebook, Instagram y Whatsapp) acaba de ser demandada por 41 estados en Estados Unidos por construir sus productos con elementos adictivos que dañan intencionadamente a los usuarios más jóvenes y por diseñar aplicaciones que podrían afectar a la salud mental de los niños. A estas alturas de la película, sería de perogrullo explicar la responsabilidad que tienen estas empresas en nuestra adicción a internet y a las redes sociales. Mal que nos pese, en el sistema dominante el principal objetivo de las empresas capitalistas es generar beneficios, y aunque desearíamos que también tuvieran una responsabilidad social, en la mayoría de los casos son necesarias las limitaciones de las administraciones públicas de turno para que tomen dichas medidas. ¿Que Instagram tiene un algoritmo que busca que utilicemos su aplicación el mayor tiempo posible? Por supuesto. ¿Que lo hace con estrategias concretas para generar adicción en los más jóvenes, sin tener en cuenta posibles repercusiones en su salud? Ahí es donde tendremos que regular.

En 2017, una niña de 14 años llamada Molly se suicidó después de meses consumiendo contenidos en redes que fomentaban las autolesiones y alentaban al suicidio. Los padres descubrieron que su hija había dado a 'Me gusta' a miles de esas publicaciones mucho después de que la niña hubiera fallecido, una vez accedieron a la información que Meta les negaba. El algoritmo funcionó a las mil maravillas y Molly consiguió acceder a algunas de las denominadas comunidades proscritas online. Incluso su carta de despedida contenía extractos casi idénticos a citas encontradas en dichas publicaciones. ¿Funcionaron las redes sociales como un catalizador en este caso? Claro que sí. ¿Tienen los padres una parte de responsabilidad? Desgraciadamente, también. ¿Puede que los padres no tuvieran las herramientas suficientes para entender los riesgos del consumo de redes sociales entre niños y adolescentes? Por supuesto. No seamos hipócritas, no juzguemos. Podría habernos pasado a nosotros. La clave es entender que no entendemos. Que nos faltan piezas para completar un puzzle tan complejo. Y que las empresas tecnológicas tienen claro que no quieren que las tengamos.

En septiembre de 2021, un informe del Wall Street Journal filtró un documento interno realizado por investigadores de Facebook. En la presentación, los investigadores mostraron que el 32% de las adolescentes decían que Instagram las hacía sentirse peor con su cuerpo. También afirmaban que el 13,5% de las adolescentes decían que Instagram acrecentaba sus ideaciones suicidas y para el 17% empeoraba sus desórdenes alimenticios. Mientras esto ocurría de puertas adentro, la empresa seguía negando en público sus intenciones y los efectos devastadores de sus productos. El caso de Molly se cerró con el veredicto de que había fallecido por «un acto de autolesión bajo depresión y los efectos negativos del contenido online». Ni se pidió ni hubo compensación económica. Sus padres solo querían denunciar los peligros de las redes.

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No sorprende, pero escama, que los más altos ejecutivos de las empresas tecnológicas de Silicon Valley les prohíban terminantemente a sus hijos el uso de teléfonos, tabletas y redes sociales. En los últimos años, miembros de la élite de las tecnológicas han creado contratos para las cuidadoras en los que se les prohíbe que los niños estén expuestos a pantallas y que ellas mismas utilicen dispositivos electrónicos en sus horas de trabajo. Ellos sí tienen todas las piezas del puzzle. Y si lo prohíben o lo limitan, por algo será.

En mi caso, tenemos tiempo. Podemos seguir haciendo galletas. Y mientras, iremos educándonos y tratando de encontrar estrategias para afrontar los riesgos de la sociedad online para los jóvenes. Para que no nos pille. Pero nos pillará. Ya nos está pillando y va a ir a peor si no hacemos algo. Lo primero, pedir responsabilidades. Pero también responsabilizarnos. Un estudio de la Universidad de Pensilvania concluyó que un abuso de redes sociales incrementaba el sentimiento de soledad, y que la reducción del tiempo dedicado a ellas podría generar una mejoría muy significativa del bienestar de las personas. Pues eso, lo que dice la Universidad de Pensilvania, y lo que dice el sentido común. Que no abusemos. Ni de las redes, ni del azúcar, ni de nada. Que, como siempre me dice mi padre, todo es bueno en su justa medida. Y si los chavales todavía no pueden entender cuál es esa medida, y si hay quienes se aprovechan de la circunstancia, ahí tenemos que estar, entendiendo que a nosotros nos habría pasado lo mismo. Lo que parece que casi siempre funciona es predicar con el ejemplo. Y eso sí lo podemos hacer. Porque para eso no hace falta saber mucho de tecnología ni de redes sociales.

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