Reformar la Casa Blanca

Alison Posey

Doctora en Filología Hispánica y profesora universitaria de literatura, cine y cultura española en EE UU

Viernes, 24 de octubre 2025, 02:00

Nadie describió mejor la polémica restauración de la Virgen de la Macarena que el artista y 'youtuber' andaluz Antonio García Villarán. En un vídeo publicado ... hace unas semanas, García Villarán declaró que la fallida intervención había «sido una de las mayores cagadas que he visto en el mundillo artístico». A diferencia de la Macarena, cuyo rechazo unánime por parte de sus devotos como Villarán fue seguido por dimisiones, disculpas e incluso una nueva revisión, el repudio de los estadounidenses hacia la renovación de la Casa Blanca por Donald Trump no ha llevado a nada más que una pataleta. Ante las duras críticas de las reformas planeadas, Stephen Cheung, director de Comunicaciones del mandatario, armó un escándalo. El profesional acusó a un detractor, el rockero Jack White, de ser un «acabado» por no apreciar el «esplendor» de los cambios. Al final, parece que ha derramado más lágrimas Cheung que la Virgen.

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Para el director de Comunicaciones, es un crimen faltar al respecto a la instalación de dos enormes mástiles, la construcción de un nuevo salón de baile de más de 8.300 metros cuadrados a costa del derribo del Ala Este y el excesivo dorado de muebles y decoración. Y las modificaciones no paran ahí. Se ha pavimentado el césped de la famosa Rosaleda para mejor acomodar a las mujeres con tacones, estilo predilecto de muchos del círculo cercano del presidente. Además, con la colocación de nuevos retratos del mandatario, más la exhibición de una pintura al óleo, 'Los hombres de los aranceles', el Ala Oeste de la Casa Blanca parece cada vez más el «camarín de luchador» descrito por White. Cuando una estrella de rock tiene mejor gusto que el propio presidente, mal vamos. En medio de estas reformas tan exageradas, la única manera de seguir llamando a la Casa Blanca la «casa del pueblo» sería si el pueblo fuera ciego. Pero del pueblo es y del pueblo tiene que ser. Su historia es la de todos los estadounidenses, una historia que tiene su raíz en la inmigración. Un francés, Pierre Charles L'Enfant, escogió la ubicación del edificio; un irlandés, James Hoban, la diseñó; y un navarro, Pedro Casanave, colocó la primera piedra. También participaron en su construcción muchos otros inmigrantes y personas esclavizadas hoy desconocidos, pero cuyas raíces se extendían hasta Europa y África. Sí, aunque Trump parece haberlo olvidado, la Casa Blanca fue construida por un pueblo mayoritariamente inmigrado.

En la actualidad, las fachadas de corte neoclásico de la mansión se han convertido en una de las imágenes más reconocibles de Estados Unidos en el mundo. Aparecen con su blancura brillante en todo tipo de obras, desde el billete de veinte dólares hasta las películas de acción de Leonardo DiCaprio. En sus 132 habitaciones, alberga algunos de los hitos del arte estadounidense, como dos cuadros del aclamado retratista John Singer Sargent y un paisaje de Henry Ossawa Tanner, el primer pintor afroamericano en gozar de reconocimiento internacional. Por la gran cantidad de antigüedades que alojan, algunas estancias por sí mismas se consideran obras de arte, como la Sala del Comedor de Estado o el Despacho Oval. Entre sus joyas se encontraba la Rosaleda, donde, según Jacqueline Kennedy, su marido pasó las horas más felices de su presidencia.

Ahora esos alegres recuerdos yacen debajo de una capa de cemento. Trump defiende sus reformas con el mismo lenguaje con el que capturó la presidencia por segunda vez –el de la economía–, asegurando a los estadounidenses que pagará la cuenta él mismo. Entonces, ¿qué más da que al pueblo los cambios no le gusten ni una pizca? En un momento en que España se está enfrentando a su peor crisis climática en décadas, y en el que el Gobierno de Trump lleva a cabo redadas masivas contra la población inmigrante, ¿es justo ofendernos por los cambios en la Macarena o en la Casa Blanca?

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Sí, lo es. El peso de ambos va mucho más allá de su simple apariencia. Radica en lo que simbolizan. La Casa Blanca es un símbolo de los sueños y las esperanzas de todo un pueblo: de democracia, de paz, de libertad. Estas aspiraciones cobran vida en la residencia presidencial. Bañar de oro los muebles no solo resulta ofensivo, sino que pone en peligro su valor simbólico para todos. ¿Qué pasa cuando el pueblo ya no se ve reflejado en su patrimonio cultural? Eso sí sería la verdadera 'cagada'.

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