Sepulturero, una profesión con la que nadie sueña de niño
De cerca ·
Arkaitz Pérez y Antxon Ayestaran no son meros enterradores de Hondarribia. Entre inhumaciones y exhumaciones, cortan setos y limpian las calles del cementerio, enflorado ya para el 1 de noviembreAntiguamente se construían los cementerios algo apartados de los municipios. No afear los cascos urbanos era la razón. A veces, como las fortalezas medievales, se ubican en un promontorio con vistas predilectas, aunque el privilegio sea para quien lo visita y no quien lo mora. El de Hondarribia lo reúne todo. Apenas subirse a una banqueta, por encima de los muros se divisa el Cantábrico. Poco antes de su hora de apertura, las 8.30 de la mañana, la luz del día ha comenzado a doblegar las tinieblas de la noche y ya recorta desde el exterior la ornamentación superior de los panteones más altos. El tejado de la capilla está en obras, con los listones de madera a la vista. Solo el único trabajador subido al andamio rompe la quietud.
Las puertas están abiertas y al entrar nos recibe Arkaitz Pérez. Trabaja para Landarri, la empresa que gestiona y explota este cementerio y otros 26 en Gipuzkoa. El hernaniarra suele estar en el de Andoain, pero a primera hora del día ha ido a echar una mano en un panteón a Antxon Ayestaran, quien desde agosto es el enterrador de la localidad. Su misión no se limita a dar sepultura a los vecinos que fallecen en la ciudad fronteriza. También cuida al detalle los caminitos, setos, césped... y lleva al día un registro de inhumaciones y exhumaciones que cada final de mes traslada al ayuntamiento. Hace años, los enterradores eran funcionarios municipales que habían opositado a la plaza. Pocos de esos quedan ya. La mayoría de ayuntamientos han privatizado esta función, y cada cierto tiempo, dos o cuatro años, sacan el servicio a concurso. Una de esas empresas que pugnan por las concesiones es Landarri. A ella se deben Arkaitz y Antxon, que no se consideran meros enterradores. «Inhumamos y exhumamos», precisan. «Y también las labores de limpieza y mantenimiento».
A las 8.30 horas, Antxon coge la fregona y se pone a limpiar los servicios, su primera labor diaria. «Sobre las nueve menos veinte ya empieza a venir gente», apunta tras acabar la limpieza y empezar a vaciar la basura de los diez contenedores distribuidos en el recinto. Están repletos de ramos secos, restos de tierra, celofanes y cartones con nombres de viveros. La víspera descargó los cubos tres veces, ya que se acerca el Día de Todos los Santos y el trasiego de personas que acude a limpiar y enflorar las tumbas es constante. Estos días discurren entre continuos saludos. 'Kaixo', 'egun on', 'agur'. Ni Antxon ni Arkaitz han visto «otro cementerio como este: viene muchísima gente y ya ves cómo decoran todo». Está de concurso.
La de sepulturero no parece una profesión vocacional. «Nadie» sueña de pequeño con ser enterrador. Ni siquiera Arkaitz, que tenía a su padre y un tío trabajando en una funeraria. «Igual eso hace que te asustes algo menos cuando empiezas», indica este hernaniarra de casi 42 años, 20 de ellos en Landarri. «Las primeras veces que me tocó exhumar restos humanos, sí impresionaba», admite. Más llamativo es el caso de Antxon, de 62 años. Con 19 años perdió a su hermano en un accidente de excavadora en León, y «en cinco o seis años» también a sus padres y su abuela. Se dijo que «nunca más volvería a pisar un cementerio». Se resistió las tres décadas que trabajó de autónomo como «escayolista y pladurero». Pero hace cinco años le surgió un contrato en esta empresa y, con «los hombros fastidiados» de tanto llevar los brazos a lucir los techos, se pensó aceptar la oferta pero no se ha arrepentido de haber roto su promesa. «Las primeras veces que ves unos restos de huesos y ropa, te inquieta un poco, pero a todos los trabajos te haces», señala mientras se dirige a limpiar el interior de un nicho de hormigón. La mayoría de tumbas en tierra que aún quedan en Gipuzkoa están «sobre todo en cementerios pequeños, como Leaburu y Orexa», donde los enterradores faenan como antaño. A pico y pala. En Hondarribia queda así un antiguo reservado infantil de hace 50-60 años. «La humedad afecta a la conservación de los restos», dicen. En según qué casos, «no queda nada».
En tierra u hormigón
Ya se entierre en tierra o en una tumba de hormigón, la técnica es similar. La diferencia es tener que cavar o simplemente retirar una pesada tapa, para lo que se basta una persona con una palanquilla y mucha maña. Introducir el féretro se hace entre dos: uno detrás del otro mirando en la misma dirección, y cada uno con una cuerda que ir soltando para bajar la caja. «El que está delante -explica Antxon- calcula que libre la parte de la cabeza, y va dirigiendo al otro para que ambos se muevan a la vez y así no se caiga el féretro». Un pasito atrás, un poco más a la derecha...
Las claves
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Menos entierros Las incineraciones han ganado peso respecto a las inhumaciones, pero a diario hay tarea por hacer
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Cambio de condiciones El enterrador solía ser un funcionario municipal, y ahora los ayuntamientos subcontratan empresas
Mientras nos cuentan los entresijos de la profesión, ambos siguen avanzando en sus quehaceres. Saben que los cementerios deben vestir sus mejores galas el 1 de noviembre, «no un día más tarde», y Antxon se ha empeñado en eliminar con una pala toda la hierba que amenaza con colarse entre la gravilla del firme. «Voy a calentar la espalda», bromea al coger la herramienta.
Se dirige a ello cuando llega Iñaki Arruabarrena, funcionario de la brigada municipal, que de tanto en tanto suele pasarse por un escenario que conoce al dedillo. Hace 30 años pasó una década como ayudante del sepulturero de la localidad, Kima Arzuaga. Como ha pasado en otros municipios, la antigua casa del enterrador -o del guarda- ha sido derruida. «Esto ya no es lo que era. Solo la gente mayor tenía la costumbre de ir a los cementerios, y se va muriendo», observa. «El Día de Todos los Santos antes no había quién aparcara fuera. Venía un mundo», añade. Y eso que Hondarribia mantiene arraigada la costumbre de ir a los entierros, normalmente a las 11 de la mañana. «Todas las semanas hay uno o dos, o tres. Y hay familias que entierran las cenizas en sus panteones», apostilla Antxon.
La mañana avanza y llega a la hora punta, entre las 11.30 y las 12.30, cuando se cierra la puerta hasta las 15.00 horas. A nuestro alrededor hay una veintena de personas con trapos, regaderas, cubos y fregonas. «Acércame la lejía, ama», le dice una hija a su madre, de rodillas sobre una lápida. «Cuidado no te caigas», le ruega una mujer a su marido, que asea un nicho en la calle San Joakin, subido a una escalera.
Antes de comer, aparece Egoitz, otro empleado. Arrastra en un carro cuatro lápidas actualizadas con las inscripciones de cuatro fallecidos este mes, y en un santiamén las coloca en la tumba que le va indicando Antxon, que aprieta las tuercas de sujeción. El ritmo de trabajo es alto, porque Egoitz aún debe ir a Errenteria. Por la tarde, Antxon terminará de echar gravilla sobre los senderos. «Confío en que aguanten sin hierba hasta el martes». Lo más ingrato es limpiar las hojas secas, ya que al rato regresa la hojarasca de los árboles de alrededor. Como el cementerio no tiene iluminación eléctrica, el hombre se ahorra el mantenimiento de bombillas y cierra para las seis. Así de lunes a viernes y el sábado por la mañana. En una semana cogerá vacaciones, y confía en que queden palomas por pasar.
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