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Santuario de Arantzazu

En el corazón de Arantzazu

Visita ·

De la mano de su superior, DV recorre el santuario franciscano, un lugar en las alturas «más sugerente que rotundo»

Javier Guillenea

San Sebastián

Lunes, 21 de febrero 2022, 06:51

El primer pensamiento que surge al entrar en el convento es que hay poca ventana para tanto paisaje. No es que no las haya, es ... que su tamaño no es capaz de abarcar toda la belleza del exterior. El edificio no está hecho para admirar lo de fuera, es un lugar para mirar hacia dentro. «No se hizo para contemplar la naturaleza sino para vivir como se podía», explica Juan Miguel Dorronsoro, el superior de la comunidad de frailes franciscanos que reside en Arantzazu.

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Por dentro, el convento es una burbuja de sencillez que desentona con el paisaje exuberante y la rotundidad artística de la basílica, con sus apóstoles, sus puertas, sus vidrieras, su retablo y su luz y sombras cambiantes. No hay grandes obras de arte, el claustro es sencillo y de sus paredes cuelgan fotografías sobre la historia del lugar. Los pasillos son anchos y pulcros, sin concesiones estéticas. El silencio y algunos muebles más pasados de moda que antiguos son su único adorno. Es un mundo en el que llegaron a residir 120 frailes y en el que ahora viven 22, la mayoría de edad avanzada. La edad media de los ocupantes del convento es de 80 años. «La gente es mayor y hay cinco que están bastante limitados. De menos de 65 años estamos cuatro», dice Dorronsoro.

Para entrar en el convento hay que franquear la portería, vigilada por un fraile octogenario que no tarda en tomar confianza con los visitantes y empieza a contar una anécdota de cuando puso firmes a dos vizcaínos que fueron a visitar a Iñaki Beristain con aires de superioridad. No cuenta más porque acude a avisar al guardián de que los periodistas han llegado.

Entre los franciscanos, el superior de un convento recibe el nombre de guardián. «Es el que guarda, el que cuida», explica Dorronsoro. Es de Tolosa y hace cuatro meses que llegó a Arantzazu, lo que no significa que no lo conozca, porque estudió allí. «Nos levantamos hacia las 6.30 y una hora después tenemos un tiempo de oración y de eucaristía. A las siete y media de la tarde tenemos otro rato de oración». El resto del día lo destinan a tareas como «lecturas o preparación de la predicación del domingo o retiros espirituales». También hay quien se dedica a trabajos de administración o de mantenimiento, que no son pocos en un edificio tan grande y expuesto a los vaivenes de la meteorología. Otra parte de su trabajo consiste en atender a los frailes más mayores y de salud más delicada. Es una tarea que, según Dorronsoro, forma parte de su razón de ser. «Los franciscanos estamos llamados por vocación a cuidarnos unos a otros porque somos hermanos y eso es algo que queremos vivir. Nos está tocando ser lo que desde el comienzo estábamos llamados a ser: cuidarnos en todos los sentidos».

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La banda de música

El guardián muestra las fotos del claustro. Son de una exposición de hace dos décadas para celebrar los 500 años del santuario. En algunas imágenes se ven multitudinarias marchas a Arantzazu. Los hombres hacían el trayecto de noche, las mujeres de día. Eran tiempos de fervor religioso, nada parecido a lo de hoy. Hay fotografías de una banda de música «que amenizaba la estancia a los peregrinos que venían. Cuando la banda se disolvió, su director, que era franciscano, se enfadó y dejó el santuario».

Las fotografías muestran un tiempo perdido que difícilmente volverá. Cuesta imaginar cómo era la vida en el convento con 120 frailes dentro, si había ruido en los pasillos y no este silencio que solo rompe el péndulo de un reloj. Cuesta pensar en los sonidos de los cubiertos en la gran sala que servía de comedor, ahora relegada a almacén de los restos de aquella exposición de hace veinte años. «Tenían mucho mérito. Hablando con los más mayores nos cuentan que cuando eran jóvenes no había calefacción ni agua corriente, y que iban con hábito pero sin calcetines, solo con sandalias».

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Las condiciones han mejorado. En invierno ya no se quedan aislados cuando nieva y las tormentas que rompen en los muros del convento ya no se filtran por las grietas de sus paredes, aunque el aire sí se cuela por las zonas menos cuidadas del gran edificio. «Desde fuera se tiene la idea de que estamos de retiro en el monte, tipo monje, de que llevamos una vida tranquila, reposada, en mitad de la naturaleza, pero eso es una proyección bucólica, es todo lo que un urbanita busca un fin de semana en el monte». «No es así -añade Dorronsoro-. Es cierto que el entorno es maravilloso, pero Arantzazu tiene muchas dimensiones. Siendo eso así, la vida de los frailes es normal. Como la de todas las personas tiene sus tareas y preocupaciones, sus dolores y gozos».

Gure Bazterrak'

Pero el paisaje está presente aunque no siempre se vea. El guardián contrapone «la imagen bucólica de Arantzazu, con un sol brillante», con la de las mañanas de «niebla, frío y humedad», cuando los frailes salen al exterior y parece que el mundo ha pasado a mejor vida. Es una experiencia que «tiene mucho encanto» y que le sirve para recitar los versos de José Antonio Artze cantados por Mikel Laboa en su canción 'Gure Bazterrak', que traduce a su manera: «Amo nuestros rincones cuando la niebla oculta el paisaje, y cuando no me deja ver lo que esconde van apareciendo las cosas ocultas que hay en mi corazón».

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La canción le sirve al guardián para explicar lo que significa el santuario para él, para dibujar el corazón de Arantzazu. «Cuando hay niebla parece que el color es uniforme, pero las tonalidades son distintas. Está la roca, la torre, los apóstoles, todo parece igual pero no lo es. La iglesia también tiene más de sugerencia que de rotundidad. A mucha gente le descoloca porque suelen pensar en lo religioso con formas acabadas y perfectas. Hay quien dice que esto parece una fortaleza, pero es otra cosa, es algo que sugiere. En la niebla entrevés las cosas y Arantzazu tiene mucho de eso, de entrever más que de ver», dice. Y es entonces cuando uno empieza a entender.

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