«Ipuscua era una tierra rural, sin grandes señores»
El historiador y arqueólogo Iosu Etxezarraga remarca el valor del documento de 1025 y describe la transformación urbanística y social a lo largo de los siglos hasta la Gipuzkoa de hoy
Una firma, un nombre y una tierra que perdura en el tiempo. Hace diez siglos, bajo el título de 'señores de Ipuscua', García Acenáriz y doña Gayla donaron una serie de propiedades, entre estas la iglesia rural de San Salvador de Olazabal, al monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca. Firmaron lo que a día de hoy podemos llamar nuestra particular Piedra Rosetta, dejando en 1025 la primera mención que reconoce de dónde venimos. La primera pincelada de un nombre que aún perdura. Doña Gayla, guipuzcoana y posible euskalduna, se convierte en la primera persona que podemos identificar como tal, dejando una huella que todavía resuena. Otro escrito de 1048 -su testamento- revela, precisamente, su origen de 'Ipuçcha'. No es el comienzo de nuestra historia, sino la primera evidencia de ésta.
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Documentos como el de 1025 pueden encaminar a los historiadores; son una pequeña pista. Pero lo que la historia calla también tiene significado. «Por la escasez de documentos se nos hace difícil describir cómo era Ipuscua, pero el hecho de que haya pocos, ya nos dice algo», explica Iosu Etxezarraga, historiador y arqueólogo. Más que ser un vacío, es un reflejo de una sociedad pequeña, rural, «sin grandes señores ni extensas propiedades». Esta ausencia apunta a una 'Ipuscua' «sierva de la gleba», dedicada a las tierras, al mar y a la montaña.
Es en el siglo XII cuando, con la fundación de la primera villa (San Sebastián) por Sancho VI de Navarra, se inicia una etapa de urbanización a la que se sumarían Getaria, Hondarribia, Mutriku y Zarautz. La vida se hacía en «hábitats concentrados, pequeños pueblos, con pocas casas, en torno a una ermita», describe Etxezarraga.
Con el paso de los siglos, sobre todo a partir del siglo XIV, se da el «'boom' de los caseríos»; dispersos, cubriendo las laderas de nuestros montes, formando «pequeños núcleos que hacían vida en común». Es con esta tendencia, en 1379, cuando las reglas, hasta entonces consuetudinarias y regidas por las costumbres, pasan a estar formalizadas bajo el primer ordenamiento jurídico, redactado por la Junta de la Hermandad de los Concejos, reunida en Getaria.
De pequeños pueblos a caseríos
Los guipuzcoanos de la época vivían por y para su tierra, los mares, ríos y montañas. «Tenían una relación más estrecha con el medio que les rodeaba, porque solo así subsistían». Es precisamente de esta conexión de donde nacen elementos tan característicos de Gipuzkoa como son los herri kirolak o grandes personajes de nuestra mitología.
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Así, se comienzan a nutrir y a expandirse la economía, la agricultura, el comercio o la pesca; y con este crecimiento, se forma una sociedad cada vez más organizada. Es en 1463 cuando Gipuzkoa adquiere entidad de provincia con las Juntas Provinciales como órgano de gobierno y la Diputación Foral como ejecutivo. En 1479, la reina Isabel I de Castilla expide el título de Reino de Guipuzcoa, consolidando un territorio con identidad propia.
Se trata de una Gipuzkoa muy diferente a la que hoy conocemos. Pero una huella indiscutible que ha perdurado a lo largo de este milenio es nuestra lengua. «El mapa de los euskalkis, los dialectos del euskera, muestra aún la misma división que ya existía en la Ipuscua del siglo XI»: en el occidente del territorio se habla una variante del euskera occidental; en el este, una forma de alto-navarro; y en la zona central, el guipuzcoano. Todo un reflejo de la organización social de la época.
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Las firmas de García Acenáriz y Gayla nos recuerdan que, aunque la vida y la sociedad hayan evolucionado, Ipuscua, su tierra y su historia tienen continuidad. Un viaje de diez siglos con el que podemos reconstruir quiénes fuimos, cómo nos organizamos y cómo surgió la Gipuzkoa que conocemos. Y todo empezó en 1025.
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