La boda del Maharajá

A principios del XIX se escribía en 'La Voz de Guipúzcoa' que, «con sus graciosos sombreritos de hule, de amplias alas, y la exquisita distinción con que llevan sus vestidos, vencen fácilmente a sus compañeras de Paris y a las elegantes de la terraza del Gran Casino».

Su colectivo, femenino, compartía popularidad con las cigarreras, y todos los comentarios, ciento por ciento paternalistas, destacaban por la simpatía de «estas obreritas y los muchos románticos sueños que durante el trabajo ocupan sus mentes». Así, este año, también salieron en grupos numerosos y «parlanchinas y alegres, corretearon por las calles pregonando su felicidad, acudiendo a los bailes y reuniéndose en restaurantes».

Era por todo ello que hoy, lunes, 17 de diciembre, pasado el fin de semana, tenían mucho que comentar pero una noticia merecía su atención por encima de todo: la boda, vox populi llamada 'la del marajá', y que 'El Pueblo Vasco' titulaba como «propia de 'Las mil y una noches', que se anunciaba en la primitiva parroquia de Nuestra Señora de la Antigua, heredera de la vieja ermita de la que recibió su nombre, dedicada a San Sebastián, el Antiguo».

Las que tuvieron ocasión de hacerlo buscaron alguna excusa para, aquella mañana, llegar hasta la puerta del templo donde contraerían matrimonio «la bellísima señorita María Inurrieta, hija del industrial don Juan Inurrieta, con el distinguido joven Nawabzada Afzal Hyat Khan, hijo del Nabab Sir Liaket Hyal, primer ministro del Maharajá de Patiala, estado principesco de la india británica».

El enlace civil tuvo lugar el día anterior, en la elegante morada de líneas clásicas de la familia Inurrieta en Ondarreta, bajo los auspicios del juez municipal Javier Irastorza, y el cónsul de Inglaterra ofició el acto «dentro del rígido protocolo de la tradicional nación a la que pertenece el novio». La ceremonia constituía todo un acontecimiento en la ciudad, siendo numeroso el público, dominando el femenino, que se congregó dentro y fuera del templo, «atraído por esta página de amor entre la bella señorita donostiarra y un joven llegado de lejanas tierras de leyenda».

El párroco, don José Lapeyra, acostumbrado a oficiar ceremonias en la corte real, procedió con tacto admirable siguiendo el rito que requería la situación, en una sala aneja al templo, de acuerdo con lo estipulado por el derecho canónico para los matrimonios mixtos, «en el que un preclaro súbdito del Maharajá acudía en súplica de que el ministro del Señor concediera la bendición del amor consagrado a la gentil donostiarra».

La iglesia, abarrotada de curiosos, vio desfilar a la novia «como una figura versallesca, vestida de blanco 'pean d'auge' con estupendas perlas y brillantes rodeando su cuello de paloma», hasta llegar al sencillo altar adornado con rojos damascos y candelabros de plata. Y las 'reinas de la aguja' siguieron con su habitual trabajo y los recuerdos de la festividad pasada y del rico vestuario que se lució en la iglesia.