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La abolición de la esclavitud. François Biard. 1849. Museo Nacional de Versalles
Historias de Gipuzkoa

La frontera del Bidasoa, un lugar para escapar y delatar

Una línea de esperanza para las personas esclavas que ansiaban la libertad

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Martes, 17 de junio 2025, 00:12

En Irun estaban acostumbrados a ver personas que, aprovechando la oscuridad de la noche, la amabilidad de un gabarrero o los pasos clandestinos, intentaban cruzar la frontera. Eran transeúntes que no habían podido expedir la autorización que se enseñaba en el paso fronterizo de Behobia. Sin ese documento, nadie ni nada podía pasar del reino de Castilla al de Francia, ni viceversa.

El salvoconducto se solicitaba en la Alcaldía de Sacas, un organismo dependiente de la provincia de Gipuzkoa que se encargaba de controlar lo que entraba y salía por la frontera y cuya sede se encontraba en Irun desde principios del siglo XVI. Sin embargo, había personas que tenían restringida la obtención de ese documento. Las perseguidas por la Justicia, las acusadas de herejía, las que padecían enfermedades contagiosas, los vagabundos o los esclavos formaban parte de las personas a las que se les impedía la movilidad de un reino a otro. De manera que, si alguna de estas personas quería pasar la frontera, debía hacerlo de forma clandestina.

Fernando, el esclavo que lo intentó

Fernando era una de esas personas, un esclavo negro que huía de su dueño. En Santarém, Portugal, la ciudad donde vivía, le habían dicho que para alcanzar la libertad tenía que pasar a Francia. Para ello, debía llegar primero a Irun. Según decían, en esa localidad algunos gabarreros, a cambio de unos maravedís, atravesaban el Bidasoa y dejaban en la orilla francesa a las personas que carecían de permiso para cruzar. Así que, Fernando metió su escasa ropa en una valija, se la echó al hombro y comenzó a caminar. Tras varias semanas y con la ayuda de las indicaciones de la gente que se iba encontrando por el camino, llegó a Irun a mediados de abril de 1532.

Una vez en la localidad fronteriza, entre tanto monte, manzanal y castaño no le resultó fácil determinar cuál era el mejor camino para dirigirse al río. De manera que en cuanto vio a una persona asomarse de una de las casas próximas, se acercó a ella para preguntar. Tras la consulta, el dueño de la casa lo invitó a entrar.

Sin embargo, en cuanto Fernando entró en la vivienda, se dio cuenta del error que había cometido. El hospitalario dueño era Pedro de Urdanibia, un diestro en ver oportunidades de negocio. Al irundarra le había llamado la atención varias cosas de Fernando. La primera su tez negra, la segunda su forma de vestir. La saya azul, las calzas blancas y el bonete de paño negro decían de él que era un hombre adinerado. Por el contrario, Fernando viajaba solo y a pie, dos características de los viajeros con pocos recursos. Además, no aparentaba más de veinte años, una edad muy poco probable para ser una persona libre. Por lo general, obtenían la libertad cuando eran mayores o cuando sus dueños así lo declaraban en sus testamentos, tras muchos años de servicio. Fernando todavía era útil para trabajar, no era posible que su dueño lo hubiera liberado. En opinión de Urdanibia no había duda: Fernando era un esclavo huido de su amo.

A pesar de los intentos, Fernando no logró convencerlo de lo contrario. Finalmente, le confesó su historia. Comenzó contándole que lo habían apresado en el norte de África, donde lo cargaron en las bodegas de un barco y lo trasladaron a Portugal. Continuó diciendo que lo habían llevado a Santarém, donde lo bautizaron, le cambiaron su nombre por el de Fernando, lo expusieron en una plaza junto con más negros, y lo vendieron al mejor postor. Luego, narró que, tras varios años al servicio de su amo, huyó a otra localidad donde un clérigo lo escondió. Cinco meses después, decidió emprender camino hacia Francia. Probablemente en su confesión estaba la intención de ablandar a Urdanibia para que lo dejara marchar. Sin embargo, se equivocó.

Seguramente, en aquel momento Urdanibia se frotó las manos. Sabía que con aquella confidencia podía retener a Fernando, llevarlo contra su voluntad ante la Justicia y denunciarlo. Después las autoridades se encargarían de localizar al dueño. Una vez avisado, este tendría la obligación de entregarle a Urdanibia una sustanciosa cantidad de ducados como recompensa. Pero todavía había una posibilidad mejor: no localizar al dueño. Entonces Urdanibia tendría derecho a vender a Fernando. Por un joven de su complexión le darían al menos 50 ducados, una cantidad con la que podría comprar varios manzanales y tierras labradas.

El mercado de esclavos. Jacques Callot (1629). Biblioteca Nacional de Francia

El 23 de abril, Urdanibia llevó a Fernando ante el alcalde de Hondarribia. Allí lo encarcelaron y durante tres semanas pregonaron que se trataba de un esclavo huido. Aunque la documentación no dice si finalmente el dueño se enteró de que Fernando había huido o si Urdanibia pudo venderlo, lo cierto es que en aquella ocasión Fernando no pudo cruzar la frontera.

Delatar era una fuente de ingresos

Poco después, el 18 de mayo de ese mismo año, las autoridades pregonaron la captura de otro esclavo. En esa ocasión se trataba de un joven árabe al que también habían interceptado cuando trataba de cruzar la frontera. Durante tres semanas el pregonero voceó en la calle Santa María de Hondarribia que habían detenido a un esclavo árabe de veinticinco o veintiséis años que respondía al nombre de Antonio.

En el pregón anunciaban también que, en el caso de aparecer el dueño, este debía mostrar el documento que así lo acreditase. Si, por el contrario, el título se había perdido, el dueño podía presentar tres o más testigos que asegurasen que el esclavo le pertenecía. A diferencia de ahora, en los siglos pasados la palabra tenía un gran peso.

Naturalmente, en esa ocasión el delator también se llevó su recompensa. Capturar un esclavo era siempre un negocio seguro.

En octubre de 1535, hubo una nueva acusación. El primer lunes de ese mes, otro esclavo negro, también llamado Antonio, que había llegado a Hondarribia con su dueño, aprovechó la cercanía de la frontera para tratar de alcanzar la libertad. Sin embargo, antes de poder cruzar el Bidasoa, dos vecinos de Irun lo interceptaron, lo retuvieron y quisieron aprovechar la oportunidad para ganar unos maravedís.

El dueño no tardó mucho tiempo en darse cuenta de la huida. Al día siguiente, se presentó ante las autoridades de Hondarribia para denunciar lo sucedido. Les contó que era un mercader de Bilbao que había llegado a Hondarribia con su esclavo. En un descuido, se le escapó y creyó que trataría de cruzar a Francia. Para confirmar su versión, se presentaron tres personas que aseguraron que el mercader tenía un esclavo negro.

Ese mismo día, el mercader se enteró de que dos vecinos de Irun habían retenido a su esclavo. Saber que se trataba de él fue fácil. A cada lado de su rostro tenía marcada una cruz, el símbolo con el que normalmente marcaban a las personas esclavas. Así no había margen para la duda.

Tronco para sujetar a las pesonas esclavizadas

Pocos días después de la denuncia, Antonio regresó donde su dueño y los dos vecinos de Irun recibieron la recompensa. ¡Qué lucrativo era acusar!

Durante siglos, la ciudad fronteriza de Irun fue el destino de muchos esclavos que huían desde cualquier punto de la península ibérica para intentar cruzar el Bidasoa y luego, en suelo francés, marcarse otro destino. Para muchas personas atravesar el Bidasoa ha sido sinónimo de libertad. Todavía hoy en día lo es para todas aquellas que huyen de las guerras, de las desigualdades y de regímenes políticos. Aunque, en realidad, nunca es una verdadera libertad, puesto que ni en un lado ni en otro estas personas suelen ser bien recibidas.

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