Historias de Gipuzkoa
Engaños y compromisos matrimoniales en la Gipuzkoa del siglo XVIIIEl caso de unos versos escritos en euskera en 1775 donde un joven declaraba su supuesto amor
En 1775, unos versos escritos en euskera revelaron el engaño que la donostiarra Ana María de Yarza estaba a punto de cometer. Se trataba de ... diez estrofas donde un joven declaraba su supuesto amor por Ana María.
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Ana María de Yarza era una joven que trabajaba de ama de llaves en casa de un presbítero de la parroquia de Donostia. Como su salario no le daba para comprar una vivienda o costear un alquiler por sí sola, tuvo que compartir piso con una mujer algo mayor que ella. De esta manera, pudo hacer frente a los gastos de alojamiento y asegurarse un techo.
La compañera de piso de Ana María era de Ordizia, y tenía la costumbre de mantener informados a sus familiares y amistades de allí. Sin embargo, no sabía escribir; de manera que contrataba los servicios de un escribiente para que este redactara las cartas en su nombre. Un día, le hablaron de un joven aprendiz de la profesión, que supondría una opción más económica en comparación con su escribiente más experimentado.
Así que, una tarde, el joven escribiente se presentó en el piso, abrió el maletín, extrajo una pluma, un tintero y unas hojas, y colocó el material sobre la mesa. Después comenzó a redactar las palabras que la mujer le dictaba: primero se alegraba por el buen estado de salud del destinario y por haber recibido noticias; a continuación, explicó algunas novedades; más tarde, se despidió besando sus manos; por último, firmó con el nombre de la remitente, Úrsula de Amundarain. Luego recogió los bártulos y se comprometió a volver en cuanto Úrsula se lo pidiera.
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Úrsula no tardó en volver a contratarlo. En una de esas tardes, el escribiente conoció a Ana María de Yarza. Entre carta y carta, los dos jóvenes fueron forjando una amistad. En cierta ocasión, Ana María le pidió que le escribiera un poema de amor que por aquel entonces era muy conocido. El escribiente no dudó en mojar su pluma en el tintero, tomar un par de cuartillas y trazar con letra clara y redonda aquellos versos populares que se sabía de memoria.
Ana María y el escribiente continuaron viéndose. Un día, Ana María le reveló sus sentimientos, confesándole que se había enamorado y que deseaba casarse con él. Sin embargo, las esperanzas de Ana María se desvanecieron rápidamente. En un alarde de sinceridad, el escribiente le dijo que él no sentía nada, y que, de hecho, tenía planes de marcharse a América muy pronto.
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Una denuncia ante el Tribunal Eclesiástico de Pamplona
Lejos de abandonar la idea de casarse, Ana María trazó un plan. Sabía que, si contaba que el escribiente le había dado palabra de casamiento, un tribunal estaría obligado a escucharla, pues en el caso de que alguno de los involucrados se retractara, la Iglesia exigía que contrajeran matrimonio. Con esta idea, planeó una historia de amor convincente y guardó en su bolso de mano las dos hojas donde el escribiente había redactado las estrofas. Luego viajó a Pamplona, donde se encontraba el tribunal eclesiástico encargado de juzgar esos casos.
Una vez allí, relató su versión ante un juez. Según ella, en cierta ocasión, una mujer se presentó en la casa del presbítero donde ella trabajaba de ama de llaves. Esa mujer afirmó que venía de parte del escribiente para preguntarle si quería casarse con él. Tras unos momentos de incertidumbre, le contestó que sí. Entonces, la mujer le aseguró que con aquella respuesta el escribiente había sellado su palabra de casamiento.
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Los jueces dejaron de creer en ella y determinaron que nunca existió una palabra de casamiento.
Poco después, el tribunal llamó al escribiente a declarar, quien dio una versión bien diferente de los hechos. Entonces, Ana María presentó las dos hojas con los versos en euskera, asegurando que el poema lo había creado para ella como prueba de su palabra de casamiento.
Pronto los jueces verificaron que la caligrafía de las estrofas coincidía con la del escribiente. Sin embargo, después, con la ayuda de varios testigos, comprobaron que el poema no era una obra original del escribiente, sino una copla que se cantaba en varias localidades de Gipuzkoa. Este hecho desacreditó tanto a Ana María, que los jueces dejaron de creer en ella y determinaron que nunca existió una palabra de casamiento.
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Como resultado, el escribiente quedó libre y pudo marcharse a América para ejercer su oficio. Por el contrario, a Ana María el plan le salió caro: además de quedarse sin boda, tuvo que pagar los gastos del juicio.
La fe de casamiento, un documento legal
El caso de Cayetana Zapiain y de Martín de Echagüe fue diferente. El 19 de febrero de 1719, ambos habían firmado un manuscrito en el que se comprometían a casarse. Ante un tribunal, la existencia de un documento tenía mayor peso que la palabra, de ahí que muchas parejas registraran su compromiso en un escrito que se llamaba «fe de casamiento».
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Después de varios años de noviazgo, si Martín se retractaba, Cayetana se enfrentaba al avance de su edad biológica y corría el riesgo de no encontrar pareja. Por su parte, Martín buscaba asegurarse de que Cayetana fuera la madre de sus hijos. La fe de matrimonio era una especie de precontrato que trataba de asegurar el vínculo matrimonial, pero además era la forma de legitimar las relaciones sexuales entre solteros y, en caso de embarazo, proteger a la mujer de un posible abandono.
Poco tiempo después de haberlo firmado, Martín se enroló en los galeones de Felipe V para luchar contra los franceses. Al regresar, buscó a Cayetana con la intención de fijar la fecha de la boda. Sin embargo, para sorpresa de Martín, Cayetana le dijo que ya no quería casarse con él.
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Tras aquella noticia, Martín tuvo tres opciones: denunciar a Cayetana ante el Tribunal Eclesiástico de Pamplona, buscar entre ambos un acuerdo de tipo económico o bien aceptar el deseo de Cayetana. De las tres alternativas, eligió la denuncia. Al fin y al cabo, tenía la fe de casamiento que Cayetana había firmado y sabía que un juez les obligaría a cumplir el compromiso que habían adquirido. Como Martín había supuesto, el tribunal le dio la razón.
Matrimonios forzados
Muchos de estos matrimonios de carácter forzado terminaban mal. En algunos casos, la pareja se separaba de mutuo acuerdo, mientras que en otros, uno de los contrayentes escapaba de su hogar. En los casos más trágicos, se producía un desenlace fatal. Un ejemplo de ello es el trágico destino de María Antonia de Larrea.
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Aunque los casos aquí narrados pertenecen al siglo XVIII, la palabra y fe de casamiento tuvieron vigencia desde el siglo XVI hasta el XIX
En junio de 1722, María Antonia de Larrea y Juan de Arbelaiz contrajeron matrimonio. Fue un casamiento forzado, pues Juan no quería casarse. No obstante, un juez le obligó a hacerlo, ya que María Antonia acababa de tener un hijo de él.
Tras tres meses de convivencia en Oiartzun, la relación se volvió insostenible para María Antonia, quien decidió abandonar a Juan y refugiarse con su tía en Irun. Sin embargo, Juan la persiguió y la alcanzó cerca de la ermita de San Antón de Irun. Allí le asestó varios golpes en la cabeza con un instrumento punzante y la echó a un arroyo.
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Ese mismo día, varios vecinos de la zona descubrieron el cuerpo de María Antonia flotando en el agua. Aún llevaba consigo su bolso. Dentro de él había una hogaza de pan que había comprado, un rosario que siempre la acompañaba y un poco de tabaco en polvo que solía inhalar. Aquellos objetos revelaban los últimos momentos de María Antonia, quien no logró refugiarse en casa de su tía.
Aunque los casos aquí narrados pertenecen al siglo XVIII, la palabra y fe de casamiento tuvieron vigencia desde el siglo XVI hasta el XIX. Durante ese periodo, muchas parejas se vieron sujetas a esta forma de compromiso, que implicaba consecuencias para las personas que incumplían el acuerdo.
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