Los emisarios, cuando los carteros no eran repartidores de Amazon
Los «correos» o «emisarios», como se conocía en la antigüedad a los repartidores postales, se diferenciaban entre urbanos y rurales
Los carteros denuncian que en algunas oficinas de Correos de Gipuzkoa la paquetería de empresas de venta online, que aparecen como hongos en Internet, sobre todo la de Amazon, tiene una absoluta prioridad. Mantienen que esto provoca que las cartas, incluidas las certificadas y las notificaciones, además de los giros, se dejen sin repartir por días. Aseguran que esta situación les provoca impotencia, agobio y estrés. Sin embargo, hubo un tiempo no tan lejano en el que los envíos postales eran prioritarios y no por ello la situación laboral de estos funcionarios era mejor. Sonaban a ciencia ficción el telefax, el fax y el correo electrónico. Ahora con un PDA se puede certificar una carta, admitir un paquete o llevar dinero a domicilio, cobrar multas o vender lotería. Estas son algunas historias curiosas sobre el pasado de los repartidores de misivas.
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Un repaso a la historia de Correos recuerda que en 1756, durante el reinado de Fernando VI, se creó un cuerpo de carteros que repartiese, casa por casa, los envíos postales que los destinatarios no pasaban a recoger por la estafeta. Diecinueve años después ya había oficinas de Correos en San Sebastián, Irun y Tolosa. A partir del siglo XIX la apertura de una estafeta traía como consecuencia la inscripción del nombre de la localidad en la correspondencia tramitada desde ese punto. El correo ha jugado un papel fundamental como elemento cohesionador del territorio. Otro dato interesante es que en 1850 apareció en España el primer sello, que era de seis cuartos y tenía la efigie de la reina Isabel II. Esta medida fue una de las formas de unificar las tarifas del correo. Hasta entonces se cobraba según las leguas que se recorriesen hasta entregar la misiva. Inglaterra fue la pionera, diez años antes.
A principios del siglo XX la Administración principal de Corres se hallaba en San Sebastián y a nivel territorial los «correos» o «emisarios», como se conocía desde siglos atrás a los carteros, se diferenciaban entre urbanos y rurales. Los primeros dependían directamente del administrador de la estafeta, que se abría en un municipio importante y su radio de acción era la comarca. En algunas existía el cargo de cartero mayor, que era el responsable de varios compañeros. Las tareas básicas de estas oficinas eran la clasificación, el reparto de la correspondencia y otras labores como la recogida de buzones instalados en las calles principales. Se daba prioridad a los telegramas, ya que se suponía que comunicaban hechos de gran importancia, graves o luctuosos. Indudablemente, su entrega era un momento duro para el mensajero. A nadie le gusta ser portador de malas noticias.
En unas grandes mesas las cartas se iba clasificando en «monteras» o pilones según zonas, barrios y calles, ordenándose posteriormente por números según el recorrido a realizar «el embarriado».Se separaba lo ordinario y lo certificado. El administrador se encargaba de la intervención o control, entre otros de los giros y reembolsos. El correo certificado que llegaba se respaldaba estampando el sello de fechas en su reverso. El de salida «se matasellaba y refrendaba» a mano, con los tampones para «matar el sello y la carta».
La jornada de trabajo no tenía un horario concreto, sino que se prolongaba hasta finalizar un reparto que hasta bien entrados los años sesenta era diario, incluso los domingos y festivos. Algunos empleados no podían disfrutar de vacaciones al no contratar Correos personal para sustituirle. La falta o recorte de personal ha sido siempre un mal endémico, para enojo de los trabajadores y sufrimiento de los destinatarios. Las misivas llegaban a menudo mucho más tarde de lo deseable lo que hacía que casi siempre se mirase, al coger la carta, la fecha del matasellos, para ver cuando había salido del origen.
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Los carteros pasaron del silbato al aldabonazo, y luego al timbre para anunciar su llegada a los portales
Antes de salir al reparto casa por casa se exigía al cartero urbano que vistiera el uniforme completo. Era de un único color todo el año, pasando posteriormente a diferenciarse en verano (gris) que en invierno (azul marino). Ambos constaban de chaqueta-guerrera y pantalón, con raya roja en ambos lados y corbata. Los zapatos o sandalias, según fuera verano o invierno, y la inevitable gorra de plato que le daba un cierto aire de oficialidad. Iniciaba su recorrido con la valija al hombro, que era en realidad una gastada maleta o bolsa de cuero marrón, conocida como 'cartera', y un silbato.
En los años 60 era habitual un toque largo de silbato seguido de una pausa para avisar a los destinatarios de su presencia, y en ocasiones se voceaba sus nombres. Los receptores bajaban hasta el portal a recoger su envío. En otras ocasiones se utilizaba la aldaba principal del inmueble. Se daban tantos aldabonazos como correspondía con el número ordinal del piso para cuando era mano derecha y para la izquierda y al final se repicaba. Es decir: cuando era el 3º derecho el que tenía la carta, tres aldabonazos solo, y cuando era para el 3º izquierdo, tres aldabonazos y repique. La labor también se veía dificultada en los inmuebles que contaban con un solo timbre en la calle para todo el portal. En la actualidad un hándicap es que pocas personas escriben sus apellidos en su buzón particular. Por las razones que sean prefieren ocultar su identidad, con el fin de perservar su intimidad, tras un impersonal «3º dcha». En cambio, los buzones de las fincas antiguas conservan los nombres de muchos vecinos que ya marcharon.
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La aparición del ascensor facilitó enormemente la labor de estos sufridos funcionarios que eran testigos de casos curiosos como el de una vecina de un piso alto que hacía bajar por el hueco de la escalera una pequeña cesta atada a una cuerda donde el repartidor depositaba la correspondencia.
Otro alivio se produjo con la llegada de la democracia en 1979. En ese año se celebró la primera convocatoria de oposiciones de Correos que permitió un acceso masivo de las mujeres, y una situación de igualdad de género. Hasta entonces estaban empleadas solo como administradoras de estafeta. Para sorpresa de los viandantes, empezaron a utilizar carritos de la compra en lugar de una 'cartera' que podía pesar hasta 20 kilos. Esta pesada carga era la culpable de las lesiones de espalda frecuentes en carteros, que suelen estar relacionadas con el levantamiento de paquetes pesados y el caminar largas distancias, y que incluyen lumbalgia, ciática, esguinces lumbares, y contracturas musculares. Además, las dolencias se agudizan tanto física como mentalmente.
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Por su parte, los carteros rurales se diferenciaban básicamente de los urbanos en que podían trabajar a tiempo parcial y con mayor autonomía respecto al administrador de la estafeta. No iban uniformados, aunque contaban con credencial y distintivos (brazalete y placa). Disponían de una oficina que se conocía como 'de demarcación'. También se hacían cargo de los giros y reembolsos en las horas fijadas para atender al público, actuando como intermediarios de las estafetas. Recogían las sacas de correspondencia en la estación del ferrocarril más cercano o de una 'conducción'. Esto último por un contrato de Correos con un tercero para el traslado de las cartas) y los giros (metálico) y reembolsos, previamente contabilizados (intervención) por la estafeta de la que dependían.
El reparto tenía más dificultades que en los centros urbanos al estar mucho más diseminados los domicilios de los destinatarios, sobre todo los caseríos. A partir de la posguerra se desplazaban en bicicleta de caserío en caserío. Luego hicieron uso de ciclomotores y motos, y a partir de los 60 de automóviles y furgonetas. Todos ellos podían ser de la compañía de Correos o particulares. En este último caso los funcionarios se quejaban de lo poco que les pagaba la empresa pública por el carburante.
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Si los caseríos estaban muy alejados del casco urbano el cartero dejaba la correspondencia en distintos puntos estratégicos, como tiendas, bares o domicilios de parientes del destinatario. Sin embargo si la carta era urgente, por ejemplo un telegrama, era obligatorio entregarla en mano. También era frecuente que los que esperaban alguna carta acudieran en su busca a casa del cartero. Poco a poco en los barrios se colocaron buzones para la entrega e incluso la recogida de cartas, en las iglesias y en algunos casos en dependencias municipales. En 1962 se implantaron los primeros buzones domiciliarios para agilizar el proceso de distribución postal. A principios de siglo no era raro que los carteros leyeran las cartas a los destinatarios que no sabían leer.
Todavía en los años 70 en algunos pueblos los niños, sobre todo los que vivían en un caserío alejado del casco urbano, salían de la escuela a mediodía y se dirigían a la oficina de Correos, donde el cartero les entregaba las cartas para sus progenitores o vecinos.
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Los funcionarios de Correos siempre han considerado a los perros sus mayores enemigos
Los funcionarios de Correos siempre han considerado a los perros sus mayores enemigos. Muchos de ellos sufrían mordeduras, y hasta por el mismo can. En muchos casos Correos denuncio a los propietarios de los agresivos animales. Las viviendas adosadas o las villas alejadas era donde más cuidado tenían los repartidores, ya que en ocasiones los animales estaban sueltos. Cada repartidor se las ingeniaba como podía para evitar al peligroso can. Alguno incluso terminaba avisando al destinatario que se negaba a volver a su domicilio y que acudiera en persona a la oficina postal si quería recoger las cartas.
«¡Pero tú eres idiota o qué! ¡Si no quiero abrirte para qué insistes!»
En los municipios más pequeños los carteros eran como uno más de la familia. Se convertían en los informantes de las novedades a nivel local, comarcal, provincial, nacional e incluso internacional, y en ocasiones hasta en confidentes. Se conocían los nombres de todos los vecinos. Algunos se tomaban la libertad de pedirles los sellos y matasellos de cartas provenientes de otros países o enviadas por correo aéreo. Era frecuente que la casi cotidiana relación acabara en afecto y hasta en relaciones amorosas y matrimonio.
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Con independencia del tamaño de la localidad, en verano un problema eterno para los carteros es que debido al éxodo vacacional muchos domicilios están deshabitados y no pueden entregar las cartas. A esto se suma que no haya ningún vecino en todo el portal que les abra la puerta para acceder a los buzones. Ante este contratiempo, algunos repartidores optan por dejar una nota para que el remitente pase a retirar la correspondencia en la oficina de Correos. Otra situación es que se encuentran con los buzones a rebosar. Retiran la propaganda para introducir las cartas, y también para dificultar la labor de los cacos que buscan pisos vacíos para robar. Precisamente, algunos vecinos recelaban porque había ladrones que se hacía pasar por el cartero, subían al último piso y de allí al tejado. Esto les permitía acceder a las terrazas de las viviendas superiores, en las que sustraían los objetos de valor.
Para los carteros cada mañana era una aventura. Llamaban a la puerta o tocaban el timbre y algunos destinatarios se hacían los sordos porque no querían levantarse de la cama o interrumpir el desayuno o abandonar el baño. Entre las respuestas más oídas por estos sufridos trabajadores cuando se identificaban era «¿por qué siempre tocas mi timbre?», mensajes de súplica como «no toques el mío que a esta hora tengo al niño dormido», o de expectación, «No tendrás algo para mí, ¿no?».
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El cartero novato se volvía loco cuando tenía que entregar una carta en una calle todavía sin nombrar o no muy conocida
En ocasiones si el destinatario se huele el origen del remite se niega a abrir la puerta al que no es más que un mero mensajero. El funcionario de Correos escucha ruidos en el interior de la vivienda y, como es su deber, pulsa varias veces el timbre para finalizar cuanto antes su tarea y proseguir con el recorrido callejero. Qué gran verdad que el cartero siempre llama dos veces. Algunos han sido recibidos con frases de enojo como este: «¡Pero tú eres idiota o qué! ¡Si no quiero abrirte para qué insistes!», a lo que han respondido con igual indignación, y contestando: «estas no son formas de abrir la puerta a nadie, así que tendrá que ir a la oficina de Correos a recoger esta carta».
El cartero novato se volvía loco cuando tenía que entregar una carta en una calle todavía sin nombrar o no muy conocida. Se las arreglaba como podía con un mapa. Menos mal que con el paso del tiempo se iba familiarizando con los moradores de cada edificio, aunque en los bloques de muchos pisos eso era más complejo. No faltaban los casos en los que eran capaces de identificar un nombre con su respectiva vivienda, saber si compraba mucho por internet en función de las multas, su situación financiera en base al número de cartas bancarias o dónde habían estado según las multas de tráfico Sin embargo, no era capaz de asociarlo con un rostro. Y es que, como en otros ámbitos de la vida, la relación es cada vez menos personal. Ahora todo es frío y electrónico por culpa de internet. Y pensar que hace décadas los funcionarios de Correos salían de los portales con botellas de champagne, vino o bombones. En los 80 muchos pagos llegaban desde Francia por giro postal y las propinas que daban los receptores a los carteros permitían sacar un sobresueldo.
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El reparto era de lo más variopinto. Hasta los años 70 del pasado siglo predominaban las cartas familiares, así como paquetes con ropa y a veces comida dirigidos a los hijos que estaban en la 'mili'. Eran muy escasos los giros y reembolsos. En esa época las misivas se recibían con expectación. A diario se abría el buzón ávido de noticias sobre un familiar que vivía lejos, un amigo al que hacía tiempo que no se veía, la carta de amor remitida por un novio que cumplía el servicio militar, o una pareja distanciada por motivos profesionales o universitarios. Tampoco faltaba el tendero impaciente que esperaba sus pedidos o remesas de género, o el inmigrante ávido de recibir noticias de los allegados de su pueblo natal.
Ahora en los buzones, aparte de la engorrosa publicidad, solo hay correspondencia inmisericorde de bancos, empresas energéticas o de telefonía, notificaciones del ayuntamiento, Hacienda o juzgado, Lanbide... amén de las multas de tráfico. Los carteros tienen que entregar todo esto al interesado cuanto antes y en mano, algo que no resulta tan fácil.
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