La gota
En mi dormitorio, frente a la cama, hay un radio reloj despertador que no hago servir ni como radio ni como despertador. El reloj, en ... cambio, adelanta. Desde que pasamos al horario de invierno, el pasado octubre, no he encontrado un minuto para retrasarlo una hora. Acabo de darme cuenta de que quedan sólo tres semanas para que se ajuste por si solo. Estos días galopan como potros desbocados.
Publicidad
Guardo en la mesilla dos cajitas pastilleras. En una conservo fantasías que me ayudan a fabricar el sueño. En la otra recopilo estímulos que, unas horas después, me ayuden a levantarme de la cama. De madrugada, de vuelta del baño, compruebo en el reloj cuánto tiempo me queda de sueño. El sopor logra que tarde unos segundos en recordar que puedo dormir una hora más de la que certifican los dígitos verdes. Me acurruco y disfruto del instante mientras vuelvo a adentrarme en la niebla de la duermevela.
En la era post covid he conseguido que no me arruine el desayuno la amenaza nuclear rusa, el precio de los guisantes, la crisis energética, la inflación, los globos espía chinos o el calentamiento global. Ni siquiera me perturba ya ese desagradable ruido de fondo que desprende el populismo y lo impregna todo. Sin embargo, basta que una gota de aceite resbale desde la tostada e impacte en mi pantalón para desbaratar mi ecosistema emocional. Esta década nos ha curtido para lidiar con lo extraordinario pero, hoy, la entereza se demuestra ante los sutiles contratiempos cotidianos.
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión