Hay que reconocer que Felix Van Groeningen tiene muy buen gusto musical. La colección de canciones que va deslizando en la banda sonora a lo largo de la película es un festín. Mogwai, David Bowie, Neil Young, Sigur Ros, Massive Attack... hasta nos descubre una preciosa canción de 'El violinista en el tejado' por Perry Como. El problema es que, ya desde el inicio con Mogwai, las canciones funcionan bien para enfatizar exageradamente el tono que se pretende dar a la escena, bien como decoración inconexa con las imágenes. Se diría que le ha quedado una 'playlist' ideal, pero reproducida en modo aleatorio.
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También en modo aleatorio se presenta el relato de un joven atrapado por las drogas y encerrado en su inexplicable vacío existencial, mientras su padre intenta ayudarle con toda paciencia y tesón. Los saltos en el tiempo desde la infancia a la actualidad pueden ayudar a construir una personalidad o un problema poliédrico, pero el montaje tan picado que parece puro capricho, con escenas que se cortan y se mezclan sin orden aparente, impiden una progresión dramática sólida. Una cosa es que el chaval caiga una y otra vez en lo mismo, y otra que el relato se encasquille en un bucle atonal. Personajes y situaciones que aparecen al tun-tún y resultan poco creíbles (el reencuentro con la chica y su repentina entrega a los brazos del chaval), y algunos gestos exagerados de Timothée Chalamet (la escena del gorrito) chocan con el hecho de que se trate de una historia verídica. Steve Carell con su contención es lo mejor de un drama que tiende a la estridencia por la vena del melodrama y, paradójicamente, resta profundidad y dolor a un problema que los tiene a raudales.
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