«Todo era fuego. La abuela Martina no pudo salir de casa»
Manuela, Koni y Jesús Mari Aguirre-Amalloa Ozamiz eran unos críos cuando los alemanes arrasaron Gernika, hoy hace 80 años
ITSASO ÁLVAREZ
Miércoles, 26 de abril 2017, 07:34
Los retratos de la primera comunión de Koni Aguirre-Amalloa Ozamiz se quemaron antes de que ella pudiera verlos. «Estaban en el estudio del fotógrafo porque hacía 15 días que la había hecho cuando bombardearon», explica. Sin imágenes, no tiene recuerdos de aquel día. «El impacto del bombardeo fue tan grande que todo lo anterior se me olvidó. Hasta el punto de que cuando le tocó hacerla a mi hermano yo pregunté, ¿y yo, qué, es que no la voy a hacer? Pero si ya la has hecho, me decía ama». Su hermana Manuela le refresca en vano la memoria: «Aquel día tomamos unos pasteles increíbles. Me acuerdo perfectamente». Jesús Mari, su hermano, asiente. Los tres, supervivientes registrados en el Centro de Investigación por la Paz Gernika Gogoratuz, eran unos críos. Cuando aquello tenían seis, siete y nueve años, y otro hermano de tres, Javier, que se hizo párroco y fue muy querido, que murió hace unos años. El pequeño apenas tenía constancia de que España estaba en guerra, pero como todos los niños del pueblo se había acostumbrado a ir a los refugios casi a diario cuando sonaban las alarmas y a taparse la boca con un pañuelo y morder un palo para evitar que las explosiones les reventaran la boca.
El día del bombardeo de Gernika, hoy hace 80 años, a la familia Aguirre-Amalloa Ozamiz, como al 71% de la población del municipio, las bombas lanzadas por los aviones alemanes de la Legión Cóndor y los italianos de la Aviazione Legionaria les quemaron la casa y sus pertenencias. Por primera vez en la historia una ciudad quedó prácticamente destruida por un ataque aéreo. Gernika se quemó como Roma cuando la asoló Nerón. A las tres de la tarde apareció la primera aeronave. Dio una pasada y se marchó sin disparar; la maniobra anunciaba la tormenta de dinamita que reduciría a llamas y escombros esta población de 5.600 habitantes que carecía de importancia militar.
«El pueblo estaba a rebosar»
«Aquel día el pueblo estaba a rebosar de comerciantes de las zonas rurales y milicianos huidos del frente de Bilbao. Estábamos con ama en casa, recién acabada la comida. Era lunes de feria, no teníamos escuela. La única que faltaba era Manuela, que había ido a jugar con una amiga a la zona de las fábricas, al otro lado de la vía. Oímos las sirenas y las campanas tañer. Un vigía apostado en el monte Kosnoaga, más conocido como Aixerrota por estar coronado por un molino, ondeaba una bandera cuando veía llegar aviones. Era la señal para llamar a la gente a los refugios», evoca Jesús Mari. Tras aquel primer avión marcando la dirección, un bombardero Heinkel 111 de la escuadrilla experimental de la Legión Cóndor apareció en el cielo y arrojó la primera carga en el centro a las 15.30 horas para después desaparecer de inmediato.
Comenzaba el episodio más dramático de la Guerra Civil. «Enseguida vinieron otros tres aviones, eran negros, hasta 15. Ametrallaban todo lo que se movía por las calles», indica Koni llevándose las manos a la cabeza. Las pausas entre una oleada y otra no eran muy largas, se turnaban. Venían de tres en tres, arrojaban una combinación de bombas incendiarias y explosivas antipersona de 50 y 250 kilogramos y volvían a reponer su arsenal, cruzándose de camino con los que se habían ido antes. Mataron entre 250 y 300 personas e hirieron a más. Derrumbaron muros, destrozaron tejados y 271 edificios perecieron.
«Corrimos al búnker. Estaba al lado de casa, fabricado en superficie con sacos de arena apilados entre nuestro edificio y otro que resistió. Permanecimos abrazados a mi madre escuchando las detonaciones. El refugio lindaba con la cuadra de un caserío. En un momento dado, el aldeano soltó al ganado y entraron las vacas, se montó un buen follón», evoca esta mujer. El aire no llegaba a los pulmones y las cerillas se apagaban al encenderlas. «Yo me metí en el refugio preparado para los obreros que bajaban por la vega, ése que hoy todavía se puede visitar y que tiene unas ventanas muy pequeñas, vaya recuerdo voy a tener, le dije una vez al alcalde. Estaba sola y un empleado de una fábrica me decía que besara unas medallas que llevaba. Me tuvo entretenida», recuerda Manuela. Un miliciano la llevó en cuanto pudo hasta su familia subida a hombros.
«Ama, que estaba embarazada, pasó unos días muy grave, con hemorragias, perdió el niño. El caso es que se acordó de su máquina de coser, la que usaba para hacernos la ropita, y a aita no se le ocurrió otra cosa que volver a subir a casa, que estaba ardiendo, para cogerla. Se las arregló para lanzarla por una ventana sobre los sacos de arena. Luego contaría que no sabe ni cómo logró salir de allí», explica Manuela. Aficionada a la costura, esta mujer de 89 años aún conserva aquella máquina en el caserío de la amona en Ibarrangelu. «Aquella Singer aún funciona», indica Koni, que al quedar viuda, se ocupó con Manuela de las Pastelerías Landazabal, empresa que fundó su marido y que llegó a tener cuatro tiendas en la villa.
A Jesús Mari, que dice oír como si fuera ayer «el silbido» que emitían las bombas al caer y será el encargado de portar hoy la corona de flores en el cementerio de Zallo, se le empañan los ojos al recordar «a la abuela Martina, que murió quemada». «Vivía en la llamada casa del circo. Una vecina la vio pedir socorro desde el balcón, pero la casa era de madera...», relatan Koni y Manuela. «Lo supimos cuando cesaron las bombas y subimos por Santa Clara hacia la Casa de Juntas. Otro detalle que no se me olvida es que los burros que dejaban las aldeanas y que estaban amarrados también los habían matado. Ardían por el fósforo blanco. Yo que era una niña y que me gustaban los animales. Una pena...», lamenta Koni. «Vimos la iglesia de San Juan quemándose. Después nos dirigimos a la casa de los condes de Arana. Mi padre había jugado de niño con sus hijos y conservaban mucha amistad. Su palacio quedó destrozado, pero no las casas de sus cuatro hijos. Una de las hijas, Margarita, nos alojó y nos dio arroz con leche», prosigue Jesús Mari. «Y Teodoro nos dejó su chalé diez años».
Bilbao y Burdeos
Al día siguiente del bombardeo, los mandos del ejército franquista ordenaron a todos aquellos que tuvieran carro y vacas que recorrieran las calles de Gernika para revolver los escombros y retirar los cadáveres. Antes de que contemplaran semejante escena dantesca, un transportista amigo de la familia Aguirre-Amalloa Ozamiz trasladó a los cuatro niños a Bilbao «a casa de un tío de mi padre, Castor Uriarte». Allí los cuatro hermanos revivirían el horror apenas dos meses después, por junio, cuando cayeron bombas sobre Bilbao. «Poníamos colchones contra las ventanas para evitar el impacto de los cristales». Los cuatro niños no volvieron a pisar Gernika ni a ver a sus padres hasta tres años después.
«El suegro de este tío de mi padre era el dueño de la fábrica de armas Esperanza, que estaba en Markina y, a cambio de algo de dinero y un arsenal de armas, Castor Uriarte logró que el capitán nos colara en el último barco, un carbonero de pabellón francés, el Plavaunel, que partió rumbo a Burdeos con 500 niños evacuados a bordo. Desde allí nos llevaron a una localidad situada a 80 kilómetros de París, Bouceron, departamento de Cher. Estuvimos dos años y nueve meses en una colonia sostenida por el sindicato de metalúrgicos, de ideología socialista. Cómo nos trataron de bien, ¡y la comida, ese olor a mantequilla! Éramos 30 niños vascos», explica Manuela. A Jesús Mari no se le olvida que «había familias que nos apadrinaban y nos regalaban juguetes, ¡qué diferencia con lo que viven hoy los refugiados!», se emociona y la congoja le corta el habla.
Manuela, la hermana mayor, protegía como una madre a sus hermanos pequeños. «Decía que no y que no cuando venían lugareños a llevarnos con ellos. Podríamos haber acabado en Rusia como otros, pero lo cierto es que permanecimos en Francia los cuatro unidos».
Al final sus padres dieron con ellos «por mediación de la familia Olaeta, los bailarines, y nos reclamaron». De regreso al pueblo, «el pequeño, Javier, no reconocía a ama y sólo quería estar con Manuela. Mi padre tuvo que estar escondido mucho tiempo», cuenta Koni. «Era todo triste, había que hablar en voz baja, nada de euskera, todo era lúgubre. El colegio era un suplicio y como sabían que habíamos estado en Francia a mi hermana y a mí la profesora nos llamaba rojas separatistas y nos lo hicieron pasar muy mal. Qué sabrían ellas».
A los 19 años Jesús Mari marchó a Venezuela, «trabajaba como mecánico, tenía mi taller y me había echado novia, pero aquí me ahogaba, era un ambiente triste y yo quería ver mundo». Dos años después, Manuela partió hacia Inglaterra con la excusa de aprender inglés. El primero reside ahora en Gernika y la segunda, con Koni, en Bilbao. Una cadena inglesa, Granada Television, contactó con las dos hermanas hace años para recoger su testimonio. «Trajeron un montón de focos y cámaras a casa y nos llevaron a Madrid porque querían retratarnos con el cuadro de Picasso». Desde entonces no han vuelto a contar sus vivencias. Los jóvenes, dicen con resignación, no preguntan.