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ARTÍCULOS DE OPINIÓN

Inmigración y Europa: ¿retorno a las fronteras?

Los inmigrantes deben respetar las leyes del Estado que los acoge, cumplirlas como ciudadanos. Y los anfitriones debemos cumplir como obligación básica con el respeto a la diferencia

JUANJO Á LVAREZ

Domingo, 1 de mayo 2011, 04:57

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Primero fue la llegada masiva de refugiados tunecinos. Después la de ciudadanos libios que huyen de la represión abierta en los estertores del régimen dictatorial de Gadafi. Se ha reabierto el debate sobre la inmigración 'ilegal' y su control en la Unión Europea. Y son Italia y Francia, con sus primeros ministros a la cabeza, los que más han reclamado mano dura y control férreo de las fronteras, a modo de murallas infranqueables.

Berlusconi y Sarkozy hacen una vez más gala de su hipocresía política al intentar disfrazar su egoísmo estatal mediante el fácil recurso al victimismo antieuropeísta, y se quejan de la «falta de solidaridad» de sus restantes socios europeos. Reclaman además la modificación del Tratado de Schengen, que ya prevé de hecho la posibilidad de que la libre circulación de personas pueda verse suspendida temporalmente por razones de orden público, por interés nacional o por cuestiones sanitarias. En realidad, lo que pretenden es nacionalizar o 'estatalizar' de nuevo las políticas de inmigración, por encima de los compromisos ya asumidos en el seno de la Unión Europea. Y eso supone de facto una revisión de la Europa sin fronteras, y un freno a la libre circulación de personas reconocida en la normativa fundacional comunitaria.

La polémica recuerda mucho a la falsa leyenda del fontanero polaco, que se extendió en Francia por parte de los defensores del 'no' en el referéndum sobre la tristemente fracasada Constitución Europea: el populismo demagogo antieuropeísta difundió el bulo, ante la entrada en el año 2004 de Polonia y otros once Estados a la UE, de que los fontaneros polacos iban a 'invadir' Francia a través de la prestación de sus servicios a precio de hora polaca , muy por debajo de la retribución prevista para tales servicios en Francia; y que ello iba a dejar en el paro a todos los nacionales franceses de ese sector. Era un ejemplo extrapolable, se decía, a otros ámbitos de la economía.

Nada más lejos de la realidad jurídica, porque la legislación europea imponía, e impone, la obligación de retribuir los servicios prestados por cuenta propia o ajena conforme a lo previsto en el Estado donde estos se realizan (en este caso, Francia). No era por tanto posible la apocalíptica derivada social que anunciaba ese infundio acerca de la mano de obra extranjera.

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La otra cara de la moneda de este ejercicio de cinismo en torno a la inmigración, y que nadie comentó, siguiendo con el ejemplo franco-polaco, es que Francia, beneficiándose de la libertad de establecimiento prevista en el propio Derecho europeo, logró expandir sus grandes superficies de distribución alimenticia por los nuevos Estados de la Unión Europea. Ha logrado así ser hoy día, paradójicamente, el principal importador, entre otros, de sus productos lácteos en el mercado polaco; y la leche francesa se vende en Polonia a un precio más bajo que la propia leche polaca, siendo Polonia uno de los principales productores lácteos en Europa. Esa es la paradoja y la triste realidad frente al común proyecto europeo: Francia o Italia (y los demás Estados también, con demasiada frecuencia) abrazan efusivamente la implantación del gran mercado único europeo cuando les beneficia y lo repudian o exigen su modificación cuando no responde a sus específicos y particulares intereses estatales.

Estas reacciones políticas, teñidas de electoralismo, suponen además un ataque frontal a los principios más esenciales de la dignidad humana. ¿Cómo puede ser considerado como delincuente una persona por el mero hecho de atravesar una frontera buscando salvar su vida, o simplemente en busca de un mejor futuro? Con frecuencia hablamos de tolerancia, de diálogo intercultural, y sin embargo se levantan por todas partes del mundo nuevos muros y murallas que separan más de lo que supuestamente protegen. La entrada de inmigrantes sin control (no quisiera hablar de ilegales, no es un adjetivo que merezcan personas que buscan sin más subsistir) perjudica al conjunto de extranjeros en su consideración social y en sus oportunidades de trabajo. Ellos son los primeros perjudicados al ser explotados por mafias, trasladados con graves riesgo para sus vidas y con dificultades infranqueables para su plena regularización administrativa.

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El segundo debate, el de la integración social de los inmigrantes, es incluso más complejo que el del control: no hay recetas mágicas y ninguna tiene garantizado su éxito. Basta comprobar que ni el modelo francés, de asimilación (más generoso en conceder la nacionalidad pero que defiende una mayor uniformidad cultural, como se aprecia por ejemplo en la prohibición del velo islámico), ni el modelo inglés, más tolerante con las diferencias, y «multicultural», han impedido que el problema se manifieste y altere gravemente la vida ciudadana en ambos Estados.

Los inmigrantes deben respetar las leyes del Estado que los acoge, cumplirlas como ciudadanos: se integran en un Estado y en una sociedad, que tiene sus reglas escritas y no escritas. Y los anfitriones debemos cumplir como obligación básica con el respeto a la diferencia. Solo si logramos conciliar ambos extremos (cumplimiento de la ley y de las reglas sociales básicas imperantes y respeto por nuestra parte a la condición de ciudadano civil y social del extranjero) podremos avanzar en la dirección correcta.

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