Dónde habré visto antes tu cara
Del virus a la guerra ·
Adiós a una mascarilla que sucesivamente fue: desaconsejable, conveniente, aconsejable, recomendable, obligatoria o todo a la vez según las circunstanciasMe acuerdo de que justo hace ahora dos años Kepa Amantegi, trabajador durangués del sector del taxi, recogió en Barajas a Giada Collalto, estudiante italiana ... de Erasmus, y atravesó media Europa para llevarla a su casa, en Montebello. 1.476 kilómetros ida y otros tantos de vuelta. Lo hizo gratis porque si cobraba la 'carrera' «perdía la esencia de lo que había hecho».
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Me acuerdo de que ya por esas fechas algunos de nuestros mejores conseguidores se habían aliado con los sectores más dinámicos de la nobleza rapaz para sablear las arcas públicas a cuenta de la importación de mascarillas y guantes.
Me acuerdo de Filomena Martín, vecina de Sonseca (Toledo), de 96 años, que se pasó el confinamiento tejiendo mascarillas y batas para el personal sanitario.
Me acuerdo de los pavorosos desabastecimientos que auguraban prestigiosos economistas cuando el Gobierno limitó el precio máximo de las mascarillas y recuerdo que nunca llegó a producirse, pese al martillazo que la medida propinaba a 'la mano invisible' del mercado.
Me acuerdo de cuando salíamos a la compra y recorríamos los lineales de los supermercados a pelo porque todavía no había quirúrgicas, ni FFP2 disponibles.
Me acuerdo de los trabajadores de las farmacias, que durante tantos meses ejercieron de médicos de cabecera de la ciudadanía, en ausencia de una atención primaria desaparecida en combate. Y me acuerdo de sus intentos de comprarles sus mascarillas incluso a las empresas que habitualmente trabajan con ellas, cuando las instituciones aún discutían si el coronavirus se transmitía por la respiración o por el contrario, eran gotículas tan pesadas que caían inertes al suelo apenas abandonaban la boca.
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Me acuerdo de los usuarios del transporte público que, con el vehículo abarrotado, insistían en bajarse la mascarilla para salpimentar al pasaje con sus arrebatados estornudos.
Cada cual llevó a su manera la mascarilla, unos colgando lacia y otros, más apretada que la camisa de Abascal
Me acuerdo de las jeremiadas de los sectores más agónicos en torno a la sensación de asfixia y las dificultades respiratorias que les causaba la mascarilla y que, según se vio luego, se redoblaba cuando veían que otros las conservaban allí donde ya no eran estrictamente obligatorias.
Me acuerdo de que cada cual encontró su manera de portar la nueva prenda, algunos tan lacia que colgaba flácida del rostro y otros más tensas que las camisas de Abascal.
Me acuerdo de Nekane Murga, a comienzos de abril de 2020, cuando a la pregunta de por qué no usaba mascarilla, mientras Pedro Sánchez ya lo hacía, respondió con las dos inmortales palabras por las que pasará a la pequeña historia de pandemia: «Tendrá coronavirus».
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Y me acuerdo del propio Pedro Sánchez, exultante en julio de 2020 al anunciar precipitadamente la buena y falsa nueva: «Hemos vencido al virus». Desde entonces, cinco oleadas y algunas variantes nos han pasado por encima.
Me acuerdo de la inmisericorde turra que tocó soportar a cuenta de la cofradía de los iluminados, con su denuncia de que se estaba levantando a nuestro alrededor todo un andamiaje totalitario, cercenador de libertades. Y me acuerdo de que de todas aquellas restricciones ya no queda ni el esqueleto y cada cual es tan siervo o tan señor ahora como en 2019.
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Me acuerdo de la mascarilla y de su carácter intermodal, lo que le ha permitido en dos años pasar de desaconsejable –«da una falsa sensación de seguridad»–, a aconsejable –«con ellas puestas protegemos a los demás»–, y de ahí, a recomendable –«nos protegen de los demás»–, y conveniente –«aún no hemos superado la pandemia»– para acabar finalmente en obligatoria. Ydentro de este último apartado, me acuerdo que se ha cubierto todo el arco de posibilidades: en exteriores y en interiores, sólo en interiores; en soledad y en compañía de otros, con distancia de seguridad y sin ella;en grandes picos de incidencia y en plena desescalada. En una ola y en la siguiente.
Del andamiaje legal que según algunos nos recortaría para siempre nuestras libertades, no queda ni el esqueleto
Y me acuerdo de la pasmosa naturalidad, al borde de la indiferencia, con la que hemos acogido el prodigioso acceso universal en Europa a esta protección que tantas vidas habrá salvado.
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