Fue un raro momento de donostiarrismo disparado, un síndrome de Stendhal a la easonense, una saturación de emociones localistas. No me pasó en la Salve, ... que no me animé a entrar, sino en el Muelle. Fui a ver la salida del abordaje pirata y el puerto, con tanta gente asomada a sus malecones, me traía por sorpresa el olor a las cucañas de antaño, la pesca del pez chico, «una perrita al agua, caballero»... Las sensaciones olvidadas del viejo Muelle seguían allí, siguen para quien quiera recuperarlas.
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Pero ayer se combinaban con las energías juveniles de los piratas festivos. Junto a pancartas de 'Gora jai herrikoi transfeministak!' (?) y 'Gora ligoteo sanoa!' (!), los chicos y chicas aguardaban sentados en la rampa el chupinazo de salida entre risas y tensión. Alguien bromeó dirigiendo con su remo una tamborrada sin tambores y todos acabaron cantando una versión animada de la 'Marcha de San Sebastián'.
Pronto llegaría el gran chapuzón, los naufragios de algunas precarias embarcaciones y la salida a ese mar habitado por pérfidas carabelas portuguesas (aunque mayor obstáculo ofrecían los yates fondeados en la bahía; «abordatu!»). En todo caso, en aquellos minutos previos al único acto que une dos mundos separados, el de la Semana Grande oficial y el de las cofradías piratas, soplaba el aire risueño de las fiestas de pueblos y barrios.
Fue entonces, con los chicos y chicas sentados nerviosos y joviales, cuando me fijé en la estatua de Vicente Zaragüeta, que parecía mirarles desde las escaleras del Aquarium. Allí se unía el activismo donostiarra de ayer y hoy, la fiesta y la muerte, el puerto olvidado y los ciudadanos del incierto futuro, todo. ¿Algo más? Sí. Juro que en ese momento un chaval se acercó a la figura e hizo algo inesperado, abrazar por el hombro al bueno de Zaragüeta. Llevaba una camiseta de la Real (de André Silva). Y mi donostiarrismo implosionó.
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