El presidente Zapatero, en el inédito encuentro con Jesús Eguiguren que este periódico celebró en Madrid, ensalzó la grandeza con la que todas las víctimas ... de ETA se expresaban cuando intentaba consolarlas de su inmenso dolor tras un atentado. «Que por lo menos sea la última muerte», le pedían. Sin embargo, ETA siguió matando de manera despiadada hasta llegar a los 853 asesinatos en sus cinco décadas de macabra existencia.
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La mayoría de las víctimas ha sufrido en el más doloroso anonimato la muerte de su ser querido. No fue hasta la década de los 90 cuando la sociedad comenzó a levantar la voz de su indignación a raíz de asesinatos de políticos democráticamente elegidos, como Gregorio Ordóñez, Miguel Ángel Blanco o Fernando Buesa. Las propias víctimas se ponían en primera línea de las manifestaciones para preguntarse una y mil veces: ¿Por qué? Con esta desgarradora pregunta viudas y huérfanos cerraban las entrevistas que durante muchos años he realizado después de que ETA asesinara a su ser querido. Nunca encontraron respuesta. La organización terrorista se disolvió hace tres años sin contestar esa pregunta, sin pedir perdón, ni asumir el injusto daño causado.
El fracaso más estrepitoso de esa deriva terrorista lo ha certificado el propio David Pla –el etarra encapuchado que leyó el comunicado del 20 de octubre– al asumir en una entrevista que la organización en la que militaba no había logrado sus objetivos. Una lacerante confesión.
Mientras, Eguiguren, que se jugó la vida en las negociaciones con ETA, emplazó el pasado domingo a Otegi en estas mismas páginas a que asuma que matar estuvo mal. Sin embargo, admitir que «nunca debió haberse producido» el dolor causado es un paso que tendría autenticidad si la izquierda abertzale condenase sin ambages a ETA y admitiese que fue un error haber justificado la violencia desde su línea política. Esto está pendiente.
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