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Diciembre de 1984 marcó un hito en la historia de la incipiente autonomía vasca. En aquel mes, el 19 de diciembre, Carlos Garaikoetxea presentaba su renuncia irrevocable como lehendakari de Euskadi en una solemne comparecencia de prensa en la que se refería a su decisión como un cese-dimisión. Un día antes, la Asamblea Nacional del PNV le había retirado la confianza política y le reclamaba la dimisión. «Veía un campo de minas y de trampas envenenadas a mi alrededor, rodeado de deslealtades, pero aquella herida, con el paso del tiempo, se terminó cerrando y curándose. Siempre actué en conciencia», declara a DV el propio Garaikoetxea a sus 86 años. Y evoca un refrán que en su momento inspiró su propio manual de supervivencia: «Líbreme Dios de mis amigos, que de mis enemigos me cuido solo».
Aquel anuncio no sorprendió del todo en aquel turbulento contexto, en el que la presión terrorista de ETA era fortísima. El año finalizaría con 32 asesinatos. El último antes de la dimisión, un coche bomba en Galdakao que costó al vida a un teniente, un subteniente y el cocinero del cuartel de Mungia.
En aquella comparecencia Garaikoetxea no ocultaba, en tono amargo, las profundas discrepancias que mantenía con la dirección de su partido, el PNV, del que había sido presidente. El lehendakari se refería a la falta de respaldo político y afectivo, en alusión a un deterioro paulatino que había cristalizado ya meses antes en desencuentros sonados y públicos para desconcierto de la militancia nacionalista. Garaikoetxea, de hecho, se había presentado a las elecciones autonómicas de febrero de aquel año y las había vuelto a ganar con 32 escaños tras mantener un pulso soterrado con el EBB. El lehendakari había pedido a la cúpula jeltzale que le levantase la disciplina de partido. En aquel tiempo la situación interna se había tensado considerablemente. El EBB había expulsado a la dirección navarra que se negó a secundar acuerdos con el centro-derecha y aquella decisión encendió la mecha interna en el mes de mayo. «Es una de las decisiones que ha generado mayor contrariedad en mi vida política», llegó a confesar Garaikoetxea. Aquella expulsión sembró el germen de la escisión, que cristalizaría en 1986 con la aparición de Eusko Alkartasuna con un proyecto ideológico que pretendía ensamblar una visión modernizadora y renovadora del nacionalismo vasco clásico con el pensamiento socialdemócrata.
El desencuentro estaba servido en bandeja. Xabier Arzalluz anunciaba en verano que se alejaba del foco político totalmente y entonces entró en escena el que había sido alcalde de Azkoitia, Román Sudupe, que con los años sería diputado general de Gipuzkoa. Un inexperto Sudupe cogía entonces las riendas de un partido que estaba rompiéndose por dentro. «El problema no venía tanto de nuestros adversarios sino que desde dentro se fue gestando una oposición al equipo que yo dirigía desde Lehendakaritza y puedo asegurar que esas zancadillas eran bastante más dolorosas», admite ahora. Y destaca que siempre dejó claro que se retiraría «en caso de división interna» y que nunca sería la manzana de la discordia. «Tuve que renunciar al final porque la situación se hizo insostenible», afirma.
El argumento formal de las desavenencias tenía que ver con el modelo organizativo del país dibujado en torno a la Ley de Territorios Históricos. Las tensiones entre las instituciones centrales –el Gobierno Vasco y el Parlamento Vasco– y las diputaciones forales a cuenta de las competencias recaudatorias de las haciendas forales eran la punta del iceberg de un problema de mayor calado que tenía que ver con el entramado institucional. El Gobierno Vasco observaba que, con las excusa de la capacidad de 'fomento' que se reconocía a las diputaciones, éstas, sobre todo Bizkaia, se reservaban un margen de maniobra en la política de promoción económica que colisionaba con la filosofía institucional que pretendía asentar el Ejecutivo autónomo. El entonces vicelehendakari era Mario Fernández, recientemente fallecido y una de las cabezas mejor amuebladas de la política vasca. «Su trabajo fue magnífico», recuerda emocionado Garaikoetxea, «en un equipo de alto nivel profesional que partía de cero, sin recursos. Fuimos muy valientes», asegura. Lo recuerda bien Xabier Albistur, exalcalde de San Sebastián, quien había trabajado con Fernández como viceconsejero de Empleo cuando éste compatibilizó la vicepresidencia del Ejecutivo autónomo con el Departamento de Trabajo. «Mario era un profesional muy brillante que nos deslumbraba a todos, yo creo que algunos nunca le perdonaron su lealtad al lehendakari Garaikoetxea».
Detrás del pleito de la LTH se vislumbraba una fractura de ámbito emocional y en la que, incluso, se escenificaba un choque personal Arzalluz versus Garaikoetxea. El primero advertía antes de irse que, en última instancia, era el partido el que tenía la última palabra, era el que mandaba sobre sus cargos públicos. Y Garaikoetxea pedía respeto al 'ámbito competencial' de cada uno.
El choque tenía también una dimensión territorial frente los intentos de dotarle de un alcance ideológico. El PNV, un partido de origen socialcristiano, se había movido históricamente en el territorio de la Democracia Cristiana, y EA, el proyecto de Garaikoetxea, pretendía enarbolar el estandarte socialdemócrata. Pero la fractura no fue ideológica sino que obedeció más a un registro de lealtad y fidelidad personal hacia el lehendakari.
A Garaikoetxea le sucedió José Antonio Ardanza. el diputado general de Gipuzkoa, al que la dirección del PNV encabezada por Sudupe logró convencerle para asumir las riendas. En el pleno de investidura del nuevo lehendakari, a finales de enero de aquel 1985, el mismo portavoz jeltzale José Ángel Cuerda realizó una sorprendente intervención plagada de elogios a Garaikoetxea que motivó que el mismo EBB tomase cartas en el asunto. En las siguientes autonómicas, el PNV sacaría 17 escaños y el PSE, 19, pero menos votos y renunció a la Lehendakaritza a cambio de un Ejecutivo paritario de coalición entre ambos partidos. Ardanza fue elegido lehendakari con los votos del PNV y del PSE en el primer gobierno de coalición del período estatutario.
Unos años después, Garaikoetxea reconocía el 'dolor profundo' de aquel capítulo. Una vez confesó que «el inmenso honor de haber sido lehendakari» nunca podría verse orillado por los accidentes del camino de la política, aunque fuesen espectaculares. «Fue un calvario, pero bastante más duro que 1984 fue en año 78, con la preautonomía en marcha alrededor del Consejo General Vasco y bajo el miedo a la involución que lo invadía todo», recuerda. «En términos históricos, la apuesta que hicimos de país fue un acierto completo y hoy la nación vasca está presente en el Estado y en ámbitos internacionales, con un autogobierno fuerte que ha permitido salvaguardar nuestra personalidad y nuestra cultura como un pueblo singular a pesar de los graves problemas que subsisten y que tampoco pueden obviar que partíamos absolutamente de la nada», afirma convencido.
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