Josemari Alemán Amundarain

Mudanza

Los muertos son los únicos que se quedan quietos, anclados a la vida con el peso imposible de su ausencia

Lunes, 25 de agosto 2025, 00:02

Hay una ley no escrita en la física del alma, y es que los muertos no hacen la mudanza. Son los únicos que se quedan ... quietos, anclados a la vida con el peso imposible de su ausencia. Los demás, los que respiramos, vivimos en un trasiego perpetuo, en una desordenada diáspora de nosotros mismos, empaquetando ayeres en cajas que prometemos no abrir, aunque sepamos que es mentira. Pero ellos no. Ellos se quedan. O, para ser más exactos, somos nosotros quienes les obligamos a quedarse, quienes nos convertimos en los guardianes feroces de su quietud.

Publicidad

La muerte de alguien a quien amamos es, en realidad, una anti-mudanza. Un acto de resistencia febril contra la logística del olvido. Mientras el mundo nos exige seguir, aligerar el equipaje, nosotros hacemos justamente lo contrario: deshacemos sus maletas para siempre. Sacamos sus cosas y las repartimos por cada rincón de nuestra geografía interior, en un intento desesperado de que ocupen tanto espacio en su ausencia como lo ocupaban en su presencia.

Nos convertimos en los maniáticos conservadores de un museo invisible. Un museo dedicado a la arqueología del gesto, a la filigrana de lo cotidiano. Repetimos sus frases hechas como si fuesen jaculatorias, no para que no se nos olviden a nosotros, sino con la supersticiosa esperanza de que, allá donde estén, ellos tampoco olviden que esa era su forma de nombrar el mundo.

La muerte de alguien a quien amamos es una anti-mudanza, un acto de resistencia contra el olvido

Y les hablamos. Vaya si les hablamos. Les consultamos decisiones nimias mientras caminamos por la calle, les pedimos perdón por una estupidez dicha hace veinte años, les insultamos con cariño por haberse ido tan pronto, sin permiso, dejándonos aquí con todo este desorden. Amueblamos para ellos las mejores habitaciones de nuestra mente, estancias con las vistas más hermosas al pasado, y las mantenemos intactas, con una pulcritud obsesiva, temiendo que, si movemos un solo recuerdo de sitio, ellos no sepan cómo encontrar el camino de vuelta en los sueños.

Publicidad

Porque ese es el pavor que nos gobierna: la segunda muerte. No la que certificó un médico, sino la que firmaremos nosotros con el arma terrible del olvido. El terror a que un día su rostro se vuelva impreciso, a que no podamos convocar el timbre exacto de su risa, a que el contorno de su ser empiece a disolverse en la niebla de nuestros nuevos recuerdos. Esa sería su verdadera mudanza. El desahucio final del último lugar que habitan. Y nuestra lucha, nuestra conmovedora y a menudo patética rebelión, es contra ese día. Es una batalla perdida de antemano, y lo sabemos, pero qué otra cosa es el amor sino una gloriosa insurrección contra el final.

Así que vivimos con ellos dentro. Llevamos sus vidas a cuestas como el caracol lleva su casa.

Y cuando los gestos no bastan, cuando el miedo a que el aire se lleve su esencia es demasiado grande porque ella era el cimiento, la madre, la abuela… el todo que se fue demasiado pronto dejándote a solas con el eco, recurrimos, a veces, al último conjuro: la tinta. Nos tatuamos en la piel una pequeña cruz y su inicial, entrelazadas o una fecha, un nombre... Un contrato firmado con aguja sobre el brazo, bien visible, para verlo por la mañana al despertar y por la noche antes de dormir. Es un acto de desafío, nuestra forma de decirle al destino que, aunque nos la haya arrancado, ella se queda aquí, soldada a nuestra carne, obligada a moverse con nosotros. Nos negamos a asumir que hizo la mudanza a ese otro lugar, y por eso la convertimos en parte de nuestro propio equipaje físico.

Publicidad

Pasan los años, y aquel tatuaje, que fue un día un acto de rabia y afirmación con los bordes afilados, empieza su propia y silenciosa mudanza. La tinta, como la memoria, pierde un poco de su negrura, los contornos se suavizan. Nuestra propia piel envejece a su alrededor, se arruga, suma nuevas cicatrices. Y el tatuaje deja de ser un cuerpo extraño, para convertirse en una parte más del mapa de nuestra vida. Se integra. Suavemente, sin pedir permiso, empieza a contar menos la historia de su partida y más la historia de cómo nosotros hemos seguido viviendo con ella.

Es entonces cuando entendemos, sin necesidad de palabras, la verdad más compasiva: a veces, es necesaria la mudanza. No la de ellos, sino la nuestra. Permitir que entre algo de luz en esas habitaciones selladas. Asumir que el trazo del tatuaje se desdibuje un poco no es una traición; es la prueba de que el brazo que lo porta ha seguido abrazando, trabajando, viviendo. No significa que los queramos menos. Significa que su recuerdo ha dejado de ser el ancla que nos fija en un punto del pasado para convertirse en la brújula que nos ayuda a navegar el futuro.

Publicidad

Somos seres en tránsito habitados por seres inmóviles. Y en esa simbiosis extraña, en esa casa interior llena de corrientes de aire y de habitaciones perfectamente quietas, encontramos una forma de seguir poniéndonos los zapatos cada mañana.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete los 2 primeros meses gratis

Publicidad