Josemari Alemán Amundarain

El chantaje

La política, con Donald Trump como máximo exponente, ha redescubierto la estrategia del niño que coge un berrinche y se tira al suelo porque quiere el chupete

Nora Vázquez

Jurista y sanitaria

Martes, 22 de julio 2025, 02:00

El chantaje es, posiblemente, el primer dialecto del poder. Antes de que existiera el contrato o la ley, la humanidad ya practicaba esta destreza sigilosa: ... la artesanía de doblegar la voluntad ajena sin alzar el puño. Es un idioma universal que no precisa de intérpretes, una música cuya melodía, para bien o para mal, todos reconocemos. Vivimos mecidos por sus notas, ejecutando y recibiendo sus partituras a diario con la naturalidad de quien respira, a menudo sin siquiera ser conscientes de la compleja sinfonía de la que formamos parte.

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Existe, por ejemplo, el refinado chantaje de la memoria compartida. Se despliega con la parsimonia de un ritual. Aquel amigo que, justo antes de pedir un favor descomunal, te sumerge en las cálidas aguas de la nostalgia. Te habla de aquella lejana aventura, de las risas bajo la luna, de un pacto de lealtad sellado en la juventud. No está simplemente recordando; está emitiendo una letra de cambio sobre la confianza. Cada anécdota es un recordatorio del vínculo, de la deuda invisible que une a quienes han vivido. Cuando la petición finalmente emerge, ya no es un favor. Es una ocasión para cometer perjurio contra tu propia biografía o para honrarla. La negativa se convierte en una traición al joven que fuiste.

Luego está el chantaje de la fragilidad, una obra maestra de la interpretación. Es el célebre «yo es que para estas cosas soy un negado». Quien lo pronuncia no confiesa una debilidad, sino que ejecuta una brillante transferencia de responsabilidad. Se declara adulto no funcional de forma preventiva para que tú asumas su carga. Al mostrarse como un ser desvalido ante la burocracia o la tecnología, te nombra, sin que lo hayas pedido, su custodio oficial. Es una trampa de una eficacia diabólica, porque no lucha contra tu voluntad, sino que la toma como rehén. Te obliga a actuar en contra de tus deseos para no traicionar la imagen que tienes de ti mismo. Cedes, por supuesto, con una mezcla de resignación y resentimiento, convirtiéndote en cómplice de tu propia sumisión.

Y no podemos olvidar la extorsión del porvenir, el chantaje de la promesa. El visionario que te pide un sacrificio en el presente —horas gratis, un préstamo modesto— a cambio de un asiento en su futuro hipotético. «Cuando esto despegue, te forras conmigo». No te presentan un plan de negocio, sino un evangelio. Te piden un acto de fe, no una inversión. La garantía no figura en ningún documento, sino en el brillo mesiánico de sus ojos. Y uno, temeroso de ser el agnóstico que se perdió el paraíso por dudar, acaba comprando su billete en esa lotería existencial. Es un chantaje genial porque la amenaza no es él: es tu propio pánico a un futuro lleno de remordimientos.

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Uno se puede creer experto en este ajedrez de la manipulación, y llega a pensar que el chantaje evoluciona hacia la sofisticación. Es un error. Basta con observar la arena política para descubrir que su forma más poderosa y eficaz es, en realidad, la más primitiva.

La política de los últimos años, con Donald Trump como su máximo exponente, ha redescubierto la estrategia del niño que se tira al suelo en el supermercado porque quiere el chupete. La lógica es simple y demoledora. No hay seducción. Hay una demanda y un método: el berrinche. Es la traslación exacta de hechos reales: «O financias el muro fronterizo, o el gobierno federal no vuelve a firmar un cheque», lo que condujo al cierre de gobierno más largo de la historia de EE UU. Es el «o aceptáis mis condiciones comerciales, o bloqueo el tribunal de la Organización Mundial del Comercio hasta que sea inoperante», como efectivamente hizo al paralizar el nombramiento de jueces de su Órgano de Apelación.

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La diplomacia se convierte en una negociación de guardería. La amenaza no es una represalia compleja, sino la pura interrupción, la pataleta que agota y avergüenza a los adultos que intentan mantener la calma. Y funciona, no porque sea una estrategia brillante, sino porque ataca el sistema nervioso del adversario. Al final, por puro agotamiento, por el deseo de que el ruido se detenga, muchos terminan cediendo y dándole el chupete para tener, al menos, cinco minutos de paz.

Así descubrimos la gran paradoja. Mientras nos afanamos en perfeccionar nuestros pequeños y elaborados chantajes cotidianos, el poder a gran escala a menudo reside en la regresión. En entender que la estrategia más efectiva puede ser la primera que aprendimos: la de conseguir que el mundo se pliegue a tu voluntad con la simple y atronadora promesa de que, si no lo hace, montarás un escándalo que nadie, absolutamente nadie, podrá ignorar.

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La defensa definitiva es convertir su arma en algo inocuo, porque no hay mayor cortocircuito para un extorsionista que una víctima a la que, de repente, la amenaza le empieza a dar exactamente igual.

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