No creo que haya nadie en este o en otro país del mundo que no se haya preguntado alguna vez en su intimidad si algo ... merece verdaderamente la pena. No digo si merece la pena seguir viviendo, aunque la vida, para algunos, sea penosa, y esa pena, ese dolor de vivir, sea mayor y más ostensible que la propia alegría, que la pequeña felicidad que emana de los simples actos cotidianos. Todos, creo, sin excepciones, buscan la felicidad, incluso aquellos que se suicidan. Quienes se matan ignoran muchas veces las razones estrictas de ese acto irremediable. Se dejan llevar por la pulsión de la muerte, por la negatividad y el vacío de la existencia, por la atracción del abismo, al que se asoman muchas gentes, aunque no siempre opten por deslizarse en esa pendiente sin fin. Una cosa es admirar el peligro, y, otra muy distinta, enfrentarse a él.
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Que algo merece la pena significa, normalmente, que el esfuerzo por conseguir, mantener y aumentar lo que se busca y pretende queda compensado con el resultado. Si algo no merece la pena es que el esfuerzo, junto a las expectativas, deseos y afanes creados, son mayores que el fruto recogido. Estamos, en ambos casos, ante un cálculo no demasiado definido, ni explícito: subjetivo desde todos los puntos de vista. Se hace algo, a cambio de algo que no sea inferior a la cantidad y calidad de lo hecho; se busca que las consecuencias de una acción no sean menores que la actividad desplegada para el fin propuesto. Por comparar, si el trabajo no estuviese de alguna forma remunerado, ¿alguien en su sano juicio se pondría a trabajar?
Si cada cual estuviera mínimamente satisfecho con sus acciones, si encontrara la dicha y el placer en todo lo que hace, obviando la contrapartida, sea material o afectiva, probablemente pensaría que lo realizado mereció la pena. Pero la gente es mucho más desgraciada de lo que comúnmente se piensa; muchos ocultan su malestar y no manifiestan su incomodidad a nadie; quizás a la conciencia. Y, además, pocas personas hay que puedan servir de faro y guía para las generaciones actuales o posteriores. No porque los modelos estén devaluados, sino porque muy pocos ven en ellos algo provechoso, algo que sea digno de admirar, seguir e imitar.
No hay ciencia tan ardua ni tan laboriosa como la del saber vivir, que no es vivir sabiendo, sino vivir intentando saberlo a cada instante. Nunca es tarde para aprender a vivir, como nunca es tarde para comenzar de nuevo, con lo que sea.
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