L os recursos del planeta son finitos, pero el sistema se basa en el crecimiento infinito. La ecuación es endiablada, pero en apariencia tiene solución: ... el decrecimiento económico. Traducido: vivir con menos. El problema es que hay que invertir más en la sanidad pública. Y en educación. Y recaudar más para el sistema de pensiones. Quizás también en prevención de incendios y en recursos materiales y humanos para sofocarlos cuando ya se han producido. Y sobre todo, en investigación científica y también en la tecnología. Sin olvidar el creciente gasto en ciberseguridad. Habrá que aumentar el presupuesto de la ley de dependencia. Qué decir de la vivienda pública. Ahí están también las ayudas sociales. No hay que olvidar las becas. Ni la prevención de catástrofes naturales. Hay que invertir más en cuidados paliativos y atención pediátrica. Y aumentar las plazas de las residencias de ancianos. Hace falta más inversión en creación y difusión cultural. Por no hablar de la conservación del patrimonio. ¿Y qué tal más recursos para el combate contra el cambio climático y el impulso a las renovables?
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Se podrá recurrir a la superstición de «no se trata de gastar más, sino de distribuir mejor», pero cualquiera que haya administrado la economía doméstica sabe que la belleza de esa formulación se estrella contra una realidad que no quiere saber nada de abstracciones. Causará estupor, pero hay una verdad incontestable: en economía, menos es siempre menos y esto se constata con toda su crudeza al llegar con el carrito de la compra a la caja del supermercado.
Resultado: o la ecuación está mal formulada o habrá decisiones dolorosas. O que el planeta se busque la vida.
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