De qué hablamos cuando hablamos de Gipuzkoa
Algunos rasgos de la milenaria 'Ipuscua' y de la personalidad de sus gentes, más allá de tópicos y de estereotipos históricos
Telesforo de Aranzadi, hijo de Bergara y fundador de la antropología vasca, nos caracterizó por tres aficiones: la montaña, la pelota y la sidra. Más recientemente, el hispanista Hugh Thomas destacaba que, junto a excelentes cualidades, el vasco «posee una terquedad sin parangón», a tal punto que es imposible comprendernos sin tener en cuenta este factor temperamental.
Por su parte, el peregrino francés Aymeric Picaud, primer 'turista' que nos visitó en el siglo XIII, describiría a los lugareños como individuos «feroces como es feroz, montaraz y bárbara la misma tierra en que habitan». En ese mismo clavo martilleaba trescientos años después el bachiller Martínez de Zaldibia al barruntar que el topónimo Gipuzkoa derivaría de 'guc ypusca', nombre que, según el tolosarra, «suena a bravosa amenaza al enemigo: 'Nosotros te haremos pedazos'».
Mendizales, pelotazales, sagardozales; tercos como robles; feroces; pendencieros. De esta clase de generalidades se nutren los estereotipos, ejercicios de reducción de la complejidad humana a fórmulas toscas y no muy rigurosas. Pues las costumbres y tendencias que afloran en una colectividad nunca son unánimes sino que tropiezan con muchas e importantes excepciones. Y, sin embargo, es evidente que existe eso que sociológicamente se llama 'identidad' y llanamente 'aire de familia', suma de elementos culturales, costumbres, gustos, inclinaciones, habilidades o comportamientos de una comunidad humana con continuidad temporal y cierta extensión.
El nombre de Gipuzkoa vendría de 'guc ypusca': «Nosotros te haremos pedazos»
Dicho esto, con toda modestia y no menor prudencia, intentemos responder a la pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de Gipuzkoa y de las gentes que lo hemos habitado desde que hay noticias hace un milenio?
Medio natural, paisaje humanizado. Empecemos por lo más objetivo, la geografía, que ha condicionado nuestra historia e impreso un determinado carácter.
La antigua 'Ipuscua' se ubica en un corredor natural entre la península y el continente donde los Pirineos se precipitan sobre el Cantábrico. Con un contrafuerte de montañas al sur y el litoral al norte, su topografía es accidentada pero no muy elevada -un regalo para montañeros de todas las edades-, veteada de regatas, riachuelos y ríos entre valles de transición.
En Gipuzkoa, toda mención a lo natural implica lo cultural dado que la organización del territorio es resultado de una original síntesis entre el medio físico y la intensa intervención humana a lo largo de los siglos. Un paisaje transformado por dos actividades vertebradoras de la economía: la ganadería y el aprovechamiento de la madera del bosque para la construcción, especialmente la naval, y para fabricar el carbón de las ferrerías. Sin embargo -dato muy llamativo-, solo el 6% de su superficie está hoy urbanizada con cascos residenciales, polígonos industriales, carreteras, infraestructuras, etc.
Único territorio rodeado de vascófonos, ha constituido un relicario cultural
Por su situación en el recodo más accesible entre Francia y España, Gipuzkoa ha servido unas veces de puente de encuentro y otras de campo de enfrentamiento entre esas dos realidades políticas. Nuestra historia está cuajada de episodios de lo uno y de lo otro. Al mismo tiempo, al tratarse del único territorio de la vieja Euskal Herria rodeado de vecinos vascófonos, constituye una especie de relicario cultural. Y aquí registramos ya un primer rasgo, sin duda potente, del 'ethos' guipuzcoano.
Raíz y viento. Teniendo el caserío la consideración de unidad básica de producción y célula elemental de la organización social, el arraigo y la querencia al solar familiar y, por extensión, el amor a la tierra, Ama Lur, comportan toda una cosmovisión. Cualquier guipuzcoano, a poco que escale en su árbol genealógico, topará con antepasados vinculados al baserri.
Junto a esa mirada circunscrita a un espacio, se ha dado y se da la vocación extravertida de aventureros, marinos, exploradores, misioneros, activistas humanitarios, emprendedores empresariales... José de Arteche decía que el guipuzcoano es el vasco de tendencias más universales. Catalina de Erauso, Elcano, Urdaneta, Legazpi, Iparraguirre y tantos otros que hasta hoy mismo se aplican el lema que inspiró a Iñigo de Loyola para fundar la Compañía de Jesús, primera multinacional de la historia: «El mundo es nuestro hogar».
Así, entre raíz y viento, el/la guipuzcoana vive apegada al terruño incluso cuando se halle a miles de kilómetros de distancia. Quizá aquí se cifra otro aspecto paradójico: la intensa trabazón comunitaria que manifestamos cotidianamente en hitos y en ritos (la cuadrilla, el txoko, las sociedades populares, los compromisos solidarios, el fervor por el equipo...), que se contrapesa con un orgulloso individualismo. Nos gusta sentirnos parte, pero solo en parte: repugna el gregarismo.
La cultura del trabajo. Durante un viaje por nuestro país, Max Weber, padre de la sociología moderna, vio en los vascos una suerte de católicos 'protestantizados' dado el respeto casi religioso que otorgaban al trabajo. Ello nace de la insuficiencia de recursos naturales para satisfacer a una población numerosa, lo que obligaba a todos a sacrificarse para salir adelante.
Por los siglos, en Gipuzkoa sobrevivir costaba mucho esfuerzo ya fuera en la mar cazando ballenas, pescando o comerciando, ya fuera aparejando barcos, al calor de hornos y fraguas o en las plantas industriales desde el XIX. Lucha por la vida que se transforma en desafío y juego en los deportes tradicionales, herri kirolak.
Y cuando al esfuerzo se suma la chispa surgen formas de hacer innovadoras que han conquistado un prestigio internacional. Ejemplo excepcional lo tenemos en la moderna gastronomía vasca, casi al 100% guipuzcoana, fruto de la creatividad aplicada a una necesidad básica como es alimentarse. ¡Y esto en un país donde durante siglos se comió muy pobremente!
Prácticos, creativos, fiesteros. Lo anterior explica el sentido eminentemente práctico de las mentalidades y, por añadidura, nuestra escasa afición a las abstracciones especulativas.
Véase que entre el inmenso contingente de hijos e hijas de la provincia que entregaron su vida a Dios, apenas hay místicos ni teólogos de altos vuelos.
Para José de Arteche el guipuzcoano es el vasco de tendencias más universales
Lo constató Tellechea Idígoras: el sentimiento religioso guipuzcoano está hecho de un puñado de verdades «crudas y poco elaboradas, pero convertidas en convicciones capaces de transformar una vida y necesitadas de exteriorizarse en la acción más que en la contemplación». A Dios rogando y con el mazo dando.
Más bien parco en palabras («por naturaleza álalo», según el casi siempre tajante Baroja), la/el guipuzcoano exhibe su elocuencia en las artes: escultores y pintores de viso, espléndidas arquitecturas, y muchos y muy buenos músicos mecidos desde la cuna por las melodías populares que corren en voces cada vez que la rutina se rompe y estalla la fiesta. Que ganas de esto nunca faltan en un calendario anual tachonado de celebraciones.
Porque, a fiesteros, muy pocos nos ganan. Y creo que estaremos todos de acuerdo en que, al menos esto, no es un simple estereotipo.