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Mujeres que la historia olvidó

Vidas propias. Catalina, Josefina y María rompieron estereotipos en su tiempo. No hicieron lo que se esperaba de ellas y tomaron su propio camino. Estas páginas rescatan su recuerdo

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Lunes, 6 de marzo 2023

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¿Y si la historia que hemos aprendido sobre la mujeres del pasado no fuera la verdadera? ¿Y si en realidad, sus vidas fueron más complejas y diversas de lo que creemos? En Gipuzkoa, por ejemplo, encontramos historias como las de Catalina, María o Josefina que demuestran que la experiencia femenina fue mucho más variada de lo que pensamos.

Catalina de Alquiza

En la primavera de 1572, Catalina de Alquiza se despidió de su marido como lo había hecho en muchas ocasiones. Una de las primeras veces fue cuando le nombraron capitán de uno de los buques que escoltó al príncipe Felipe hasta Inglaterra. Poco tiempo después, le dijo adiós cuando se marchó de lugarteniente para combatir contra los herejes en Bayona. Más adelante, cuando partió a Tierra Firme con los galeones de la Armada Real. Esta vez, se despedía de él porque le habían designado capitán general de la flota de Nueva España. Catalina estaba acostumbrada a despedirse: llevaba 20 años haciéndolo.

Sin embargo, aquella fue la última. Su esposo, Juan de Alcega, regresó enfermo de Nueva España y murió tras desembarcar en Sevilla. Su cuñado, Cristóbal de Rojas, a quien dos años antes le habían nombrado arzobispo de Sevilla, se encargó de las exequias y también de cobrar lo que la Casa de la Contratación le debía a Juan por los servicios a la Corona.

Catalina de Alquiza se había familiarizado desde pequeña con el funcionamiento del negocio naviero.

Sin duda, esos ducados no le vendría mal a Catalina. A pesar de que, gracias a diversas herencias, contaba con un respaldo económico, Catalina tenía a su cargo cuatro criaturas de las siete que había alumbrado. Por suerte, sus tres hijos mayores eran independientes: dos se habían enrolado en la Armada Real y un tercero se había ordenado sacerdote. Pero todavía tenía que pagar la crianza y la dote de sus tres hijas, y la educación de su hijo de siete años. De manera que aquel dinero era bien recibido.

Catalina estaba habituada a tomar decisiones importantes en ausencia de su marido, como invertir en la construcción de un barco o denunciar a personas por incumplimiento de pago. Su esposo, además de oficial, era armador de barcos, de ahí que cuando se ausentaba, era ella quien se ocupaba de los asuntos comerciales. En realidad, Catalina se había familiarizado desde pequeña con el funcionamiento del negocio. De hecho, su padre era propietario de barcos que mandaba cargados de clavos, arados y brea a Nueva España. Mientras su padre navegaba, su madre se encargaba de las gestiones comerciales. Así que, cuando Catalina enviudó hizo lo que sabía: invertir en la construcción de barcos destinados al comercio con las Indias. Por otra parte, tenía tres casas que alquilaba, además tenía derechos sobre las alcabalas de Sevilla y San Sebastián, unos impuestos que le generaban sumas importantes. Es decir, Catalina estaba acostumbrada a negociar.

Unas veces armaba barcos que acompañaban a los galeones de la flota de Indias, otras los mandaba a defender los intereses de la Corona en Europa

De modo que cuando su marido murió, pudo hacerse cargo de los negocios. Unas veces armaba barcos que acompañaban a los galeones de la flota de Indias, otras los mandaba a defender los intereses de la Corona en Europa. La empresa era de alto riesgo, puesto que el hundimiento del barco le podía ocasionar la bancarrota. Sin embargo, Catalina asumió el desafío, lo que le reportó grandes beneficios. De hecho, logró que sus tres hijas tuvieran una buena dote. Incluso crió y dotó a la niña que su hijo Cristóbal, el canónigo, había tenido. Por otra parte, siguió cobrando de las Alcabalas y alquilando sus propiedades. Por si aquello fuera poco, se dedicó a conceder préstamos a comerciantes.

Su vida fue longeva, de manera que tuvo tiempo de ver cómo tres de sus hijos ascendían en la Armada, uno llegó a ser general, dos almirantes. Sin embargo, los tres murieron jóvenes y Catalina tuvo que asistir a sus funerales. En 1612, Catalina murió en Hondarribia, pero antes dejó todos sus bienes a una de las dos hijas que le quedaban. Sin duda, logró demostrar que una mujer valía para los negocios.

María de Echeberría

En 1712, cuando María de Echeberría llegó a Pasaia no imaginaba que su vida iba a cambiar tanto. Llegó con lo que tenía: una arcón con algo de ropa y unas sábanas. Allí se instaló en casa de José Martiarena, un carpintero de unos 60 años que la había contratado de criada.

María tenía 19 años y necesitaba trabajar. Sus padres no tenían dinero suficiente para darle una dote, ni tan siquiera para mantenerla. Lo cierto es que en su pueblo natal no tenía futuro, así que cuando le dijeron que el carpintero necesitaba a una joven para que hiciera las labores de la casa, allí se fue. Le indicaron que su trabajo consistiría en lavar la ropa, preparar las comidas, recoger la viruta del taller, barrer las habitaciones y servir a Martiarena y a su hijo de 19 años. María aceptó la propuesta. Al fin y al cabo, era un trabajo parecido al que ya hacía en su casa, aunque esta vez le pagarían por ello.

María de Echeberría aprovechó el embarazo para instruirse en otro oficio: el de panadera

Sin embargo, sucedió algo que no había previsto. Con el paso de las semanas, José, el hijo del carpintero, comenzó a coquetear con ella. Más tarde, le prometió que se casarían. Al final, los dos jóvenes iniciaron una relación furtiva. Si el dueño de la casa se enteraba, María corría el riesgo de perder su trabajo. De esta manera, entre colada y colada, entre barridos y cocidos, María tuvo relaciones sexuales con José. Durante cuatro años, la pareja guardó bien el secreto, después no hubo forma de ocultarlo: María estaba embarazada.

En cuanto el padre de José se enteró, compró un pasaje para que su hijo se marchara a Buenos Aires. Después echó a María de su casa. Sin embargo, no quiso dejarla desvalida: le pagó su sueldo, le entregó unos ducados de más y le prometió que le daría más cuando naciera la criatura. Esa era la forma de comprar su silencio.

María reaccionó de inmediato. Alquiló una habitación en casa de una viuda y comenzó a reinventarse. El problema era que hasta que no diera a luz, nadie la contrataría, de manera que aprovechó el embarazo para instruirse en otro oficio: el de panadera. En cuanto su hijo nació, pidió al carpintero el dinero que le había prometido: quería construir un horno de pan. Martiarena, además de entregárselo, le construyó el horno con sus propias manos.

Cuatro años después de abrir su negocio, su marido volvió de Buenos Aires: quería la custodia de su hijo

En 1717, María abrió el horno, donde además de hacer pan y venderlo, servía chocolate a sus clientes. De esta forma, además de sacar adelante a su hijo, pagaba el alquiler de la habitación. Sin embargo, cuatro años después de abrir su negocio, José volvió de Buenos Aires: quería la custodia de su hijo.

Por desgracia, por mucho que María se negara, tenía la obligación de entregárselo. Lo cierto es que según la ley de la época, a partir del cuarto año de vida, la responsabilidad de la crianza era del padre. Aunque esta medida protegía a las mujeres cuyas parejas se desentendían de los hijos, en el caso de María jugó en su contra. De nada sirvió que argumentara que lo había criado con su trabajo, tampoco que dijera que el padre huyó a Buenos Aires. Al final, un tribunal le obligó a entregar a su hijo. Lejos quedaba la vida que había imaginado cuando salió de su pueblo natal. Con todo, María se quedó en Pasaia, mantuvo la panadería y siguió adelante. Sin duda, demostró que una mujer podía valerse por sí misma.

Josefina Urtizberea

En 1868, una joven de 17 años cruzó el Atlántico en un barco de vapor. Su destino era La Habana donde vivía la familia que la había contratado de institutriz. Cuando desembarcó se encontró con una ciudad donde los esclavos negros cargaban con las mercancías, los altos funcionarios se distinguían por sus elegantes trajes y los ricos criollos presumían de sus alhajas: La Habana no tenía nada que ver con Irun, el pueblo donde ella había nacido.

Una vez en la isla, se dedicó a cuidar a los hijos que tenían Isabel de Elizaga y su marido, José de Almagro, abogado y teniente fiscal de la Audiencia. Tras varios años de institutriz, su espíritu emprendedor le llevó a abrir una lencería. Sin duda, su trabajo en casa de los Almagro le había permitido conocer a personas de gran relevancia política y social, de ahí que diputados, senadores y concejales compraran en su tienda.

A partir de los años 20, la principal misión de Josefina Urtizberea fue gestionar la importación de coches de Europa y EE. UU

Más adelante, conoció a Andrés Fernández, un funcionario asturiano que trabajaba en la Aduana. Tras un periodo de noviazgo, en 1876, a la edad de 25 años, Josefina se casó con él. Su madrina fue Isabel de Elizaga, lo que demuestra que, a pesar de que dejó de trabajar para ella, guardaban una buena relación. Un año más tarde, nació Alejandro, y con el objetivo de cuidarlo, cerró la lencería. Poco después, la familia se mudó a Cienfuegos, donde Andrés había obtenido una plaza de oficial de Aduanas. Más tarde, en 1887, nació Santiago.

No obstante, la situación política en Cuba era complicada. La guerra de Independencia estaba a punto de estallar. En consecuencia, en 1888, Josefina y Andrés hicieron el equipaje, cruzaron el Atlántico y se instalaron en la localidad natal de ella. En Irun, además de una familia, Andrés podría montar su negocio: una agencia de aduanas.

Dos fotografías que se conservan de Josefina Urtizberea.

De modo que, compraron un solar, construyeron una casa, abrieron una pequeña oficina en el bajo de la casa y contrataron a un empleado. Sin embargo, en 1896, a la edad de 48 años, Andrés murió por un infarto. A partir de ese momento, Josefina tomó las riendas del negocio y cambió el nombre por el de «Viuda de A. Fernández». Tenía 45 años.

En 1900, Josefina incorporó a su hijo mayor en el negocio. A continuación, compró un solar adyacente a su casa, amplió la oficina y contrató a más personal. Sin embargo, en 1907, la desgracia volvió a llamar a su puerta: Alejandro murió por un infarto. Con todo, Josefina además de salir adelante, convirtió su agencia en una de las más importantes de Irun. En 1925, incorporó a su otro hijo y cambió el nombre de la empresa por el de «Viuda de A. Fernández e hijo». El negocio se expandió de tal manera que tuvo que ampliar las oficinas, abrir sucursales en Bizkaia y Cataluña. A partir de los años 20, su principal misión fue gestionar la importación de coches de Europa y EE. UU. De hecho, por la «Viuda» pasaba el 60% de los automóviles que entraban por la frontera franco-española.

Por la 'Viuda' pasaba el 60% de los automóviles que entraban por la frontera franco-española

A medida que Josefina envejecía, fue delegando el negocio en Santiago. Así, por mediación de su hijo, tras la Guerra Civil, la empresa se convirtió en agente oficial de la Jefatura de Servicio de Automovilismo y de la Jefatura del Aire. Sin embargo, Josefina no estuvo de acuerdo con decisiones que tomaba su hijo. De hecho, cuando redactó su testamento dividió en dos sus propiedades: el negocio lo confiaba a sus nietos y la casa a su hijo. Josefina murió a la edad de 92 años.

Sin duda, Catalina, María y Josefina rompen estereotipos. En realidad, son una pequeña muestra de las numerosas vidas que se pueden reconstruir a partir de la investigación histórica. De hecho, solo a través de su estudio podremos conocer las contribuciones y las luchas de las mujeres en el pasado y avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa.

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