Hace siete mil años recogían la salmuera de los manantiales de Añana en vasijas de cerámica, las ponían al fuego para evaporar el agua y ... las rompían para extraer el bloque de sal. Hace dos mil, los romanos construyeron acueductos para llevar el caudal a las terrazas de evaporación. Hace mil, las familias del valle establecieron un reparto minucioso del agua salada por horas. Y hace veinticinco, Edorta Loma, el último salinero que se empeñaba en este trabajo artesanal, pensó: «En cuanto meta las manos en los bolsillos y me vaya a casa, desaparece un oficio de siete milenios».
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Loma creció en las salinas al lado de sus padres, jugando con rodillos, cestas y carretillas. Décadas más tarde, cuando las familias abandonaban este oficio ya poco rentable, cuando los jóvenes emigraban a las ciudades y él mismo trabajaba en una fábrica, dedicó sus ratos libres a producir los últimos kilos de sal. No soportaba ver cómo se desmoronaba el valle. Se metió a alcalde, agrupó a los propietarios de las salinas y dieron la tabarra en las instituciones para salvar Añana. Ahora constituye un atractivo turístico espectacular pero es, sobre todo, una salina en marcha con decenas de trabajadores. A Loma lo vi pasando el rodillo, a sus 62 años, con la energía de quien celebra un milagro. Esta semana se ha jubilado y yo lo recuerdo mirando a los chavales que aprendían el oficio: «Se me saltan las lágrimas», decía. Ya puede meter, tranquilo, las manos en los bolsillos.
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