Llegadas estas fechas tienes que volver a sentir, obligatoriamente, lo de todos los años. Es una tradición familiar que aprendí por vía materna que suena ... muy pesimista y mira que ella era todo lo contrario, una alegre y pinturera señora de labios rojos. Pues sí, ha llegado el momento de decir que pasado el 15 de agosto, ya se ha terminado el verano. Prácticamente. Y no pasarán dos semanas para que te venga a la cabeza la otra idea: pues ya estamos en Navidad...
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Total, que te saltas semanas a lo tonto y aunque en otros tiempos esta velocidad del calendario me la tomaba más a risa, ahora mismo es un reconcome. O sea, ¿he hecho bien todo lo que tenía que ver, andar, comer, reírme, soñar, oler y sentir este verano? Y el balance, a mediados de agosto, sale regulín. O quizá es que en esa parte del cerebro donde tienes las emociones infantiles, un poco inmaduras, le sigo dando vueltas a esas influenciadoras de boquilla que se han puesto de acuerdo para aconsejarnos que no nos saltemos en nuestra vida «la imprescindible etapa de vivir tres meses en Bali». El caso es que tampoco fui a la India cuando «tocaba», ni a cooperar en un país sudamericano en lucha por su libertad y empotrada en su guerrilla.
Pero no me rindo. Soy sinceramente solidaria con quien hay que serlo en este verano cruelmente bélico. Y me solidarizo con las vacas, a las que un turista buenista ha entendido que se maltrataba en los montes asturianos por ponerles cencerros.
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