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Puede parecer extraño que una personalidad histórica de la altura del canciller prusiano Otto von Bismarck y la ciudad de San Sebastián tengan alguna relación. Lo cierto es que a través de un modesto hilo del tapiz de la Historia -un par de cartas escritas por Bismarck- puede saberse hoy que el que, con el tiempo, se convertiría en el famoso «canciller de hierro», visitó la ciudad en el año 1862.
De ocasión similar ya dio cuenta en su día el cronista de San Sebastian, Javier Sada, en un libro dedicado a estas cuestiones. Pero parece oportuno volver a recordarlo, una y otra vez, pues visitas así, pese a su brevedad, ayudan a entender mejor cómo la ciudad llegó a ser lo que es hoy día.
En la visita de Bismarck de 1862, faltaba un año para el primer ensanche donostiarra y cinco para que él se convirtiera en canciller del nuevo rey prusiano: Guillermo I. Algo que le iba a costar bastante, pues tal y como lo explicaba con acierto el profesor Pedro Voltes en su biografía dedicada a Bismarck, hasta 1861 tanto los desarreglos mentales del anterior rey, Federico Guillermo IV, como el currículum de Otto von Bismarck, no hacían precisamente recomendable otorgarle altas responsabilidades políticas. Bismarck, en efecto, había tenido una juventud turbulenta en sus días de estudiante y, cosa curiosa en quien tan bien iba a encarnar, a futuro, la imagen del típico germano cuadriculado, una vez incorporado al servicio del estado -como era habitual en los de su clase social- se había mostrado como un funcionario rebelde, insubordinado y con una alergia constante a las normas y el procedimiento burocrático.
Todo aquello, un factor y otro -la demencia en avance del rey que fallece en 1861 y la desconfianza que inspiraba la actitud tempestuosa de Bismarck- había llevado a un ya maduro Otto von Bismarck a un puesto tan secundario -comparado con su futura grandeza- como el de embajador prusiano en París.
Ejerciendo como tal en el verano de 1862, el unificador de Alemania y destructor del Segundo Imperio francés pocos años después, decidió pasar sus vacaciones en la ya afamada zona del Sudoeste francés. En un Biarritz que se ha convertido en la ciudad balneario que adquirirá fama mundial. Un viaje que, el 1 de agosto, acaba en San Sebastián. Ciudad por aquel entonces aún lejos de ser rival de Biarritz pero que aun así suscita el interés del que en dos años va a convertirse en una especie de Napoleón prusiano dictando a Europa un nuevo mapa político que ha llegado hasta nuestros días
Las cartas escritas por Bismarck a su mujer desde tierra vasca, a un lado y otro de los Pirineos, serían recuperadas por la revista «Euskal-Erria» en el año 1895, cuando una admirada Europa celebraba, el 1 de abril, los 80 años del que ya era, para entonces, el famoso canciller de hierro que había proclamado el II Reich alemán en Versalles en 1871, tras aplastar Prusia -por segunda vez en un siglo- al Ejército francés.
Según contaba la redacción de esa revista creada por la culta burguesía vasquista de la «Belle Époque», el embajador alemán en Madrid se había dirigido a ella para que en la recopilación de artículos dedicados al canciller no dejase de figurar al menos alguno relacionado con la citada «Euskal-Erria». Por esa razón la revista publicaba la transcripción de esa carta de 1 de agosto de 1862 y, además, tradujo al euskera aquellas viejas palabras del que ya era canciller prusiano.
En esa carta de 1 de agosto Bismarck aparecía como un agudo observador que toma nota de toda clase de detalles apenas ha entrado en territorio guipuzcoano. Así describe a su mujer Johanna las empinadas calles hondarribiarras (primera ciudad que visita) donde ve bellas muchachas de ojos negros y mantilla observándole desde los balcones y una danza en la plaza animada por «pitos» y tamboriles donde sólo bailan mujeres de todas las edades mientras los hombres se limitan a fumar observándolas. Nada de eso, sin embargo, distrae al prusiano de cosas más fundamentales: por ejemplo las fortificaciones que coronan las montañas por las que se va abriendo paso su transporte hasta llegar a San Sebastián.
Allí se alojará en lo que entonces todavía es el barrio extramuros de San Martín, en la fonda de Berdejo. Desde sus ventanas verá la costa, el mar, la ciudad.
Después, al igual que Isabel II que, por razones médicas, ya había catado las aguas de La Concha, el futuro canciller no se resistirá a un baño veraniego en la bahía. Así cuenta a su mujer que a las 10 de la mañana se había sumergido en esa playa que en pocos años haría furor entre el veraneo elegante. Después almorzaría y visitaría la que llama «Ciudadela» y hoy conocemos simplemente como «Urgull».
Desde allí, fijándose con prusiana eficacia en las baterías de la ciudad y en el centinela de guardia que canta, Bismarck describe un idílico paisaje que compara con los lagos de Suiza y desea ser pintor para llevar a su mujer un cuadro del hoy tópico «marco incomparable» que, sin embargo, describe con precisión de geógrafo en todos su accidentes: bahía, isla, istmo, montañas…
Para el 4 de agosto, después de disfrutar de sus inmersiones en la bahía de La Concha, Bismarck ha regresado a Biarritz y escribe de nuevo a su mujer diciéndole que desearía volver con ella a San Sebastian, cuyo paisaje compara -en un tono bastante wagneriano- con los de Prusia que ella conoce. Sólo hay una queja entre tanto elogio: en San Sebastian faltaban por entonces lo que Bismarck llama «las comodidades» a las que él y su mujer estaban acostumbrados.
Ciertamente aquel San Sebastián era el reconstruido a partir del desastre de 1813 y anterior al arrasamiento de las murallas y el primer ensanche. No existe el Gran Casino que es hoy el Ayuntamiento de la ciudad. Ni los grandes edificios historicistas como el de la Diputación guipuzcoana o los jardines ante él, ni mucho menos la Avenida con sus pasmosos edificios, ni grandes hoteles como el María Cristina…
Una falta de «comodidades» que las fuerzas vivas donostiarras -los Lasala, los Brunet, los Machimbarrena...- tenían ya bien anotada y que subsanarían con verdadero ahínco a partir del año siguiente a la visita bismarckiana, convirtiendo a la ciudad, poco a poco, sin más pausa que la tercera guerra carlista de 1873 a 1876, en un lugar que podía rivalizar con Biarritz, Niza, Cannes, Mónaco (por supuesto)... y del que ninguna figura influyente, como lo sería Bismarck dos años después de su veraneo donostiarra, pudiera irse diciendo que faltaba detalle o comodidad de alguna clase.
Un objetivo conseguido ampliamente, dados los comentarios de los cada vez más numerosos visitantes de la ciudad que afluyen a ella en cantidades crecientes -desde 1876 en adelante- tras las huellas de aquel canciller de hierro que pasó por allí en el año 1862 en una visita no tan recordada, tal vez, como se debiera.
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Imanol Troyano | San Sebastián, Izania Ollo (gráficos) | San Sebastián y Oihana Huércanos Pizarro (gráficos)
Elene Arandia | San Sebastián
Izania Ollo | San Sebastián
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