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Infantería francesa en la Batalla de Jemappes (6 de noviembre de 1792) ondeando banderas prerrevolucionarias y revolucionarias. Raymond Desvarreux-Larpenteur
Historias de Gipuzkoa

San Ignacio de Loyola, Napoleón y la Ciencia de las banderas

Un santo guipuzcoano y una ciencia auxiliar de la Historia

Martes, 5 de agosto 2025, 00:04

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Una de las primeras cosas que puede asombrar a un estudiante de Historia en sus primeros pasos en la Universidad, es descubrir que la que llaman «Vexilología» esté entre las muchas ciencias de las que se sirve esa otra ciencia que es la Historia.

Es probable, también, que el historiador o historiadora una vez que se licencie no haga uso nunca de esa ciencia auxiliar, la Vexilologia, de nombre tan extraño como sonoro.

La Vexilologia es, al fin y al cabo, nada más, pero tampoco nada menos, que la Ciencia de las banderas. Es decir: el estudio de las banderas a lo largo de la Historia usándolas como un documento histórico más que nos habla de lo que pensaban, sentían, apreciaban… nuestros antepasados. O por lo que morían. En el caso de los guipuzcoanos ocurrió, por extraño que pueda parecer, que el símbolo que una vez los acompañó a morir en los campos de batalla fue un santo católico: el azpeitiarra San Ignacio de Loyola.

Verdadera imagen de San Ignacio de Loyola. Anónimo. Siglo XVI. Palacio de Versalles.

Ocurrió durante las guerras napoleónicas, un momento en el que las banderas habían evolucionado mucho desde el llamado estandarte de Ur. Una de las ciudades-estado, donde pasamos de la Prehistoria a la Historia al aparecer allí los primeros registros escritos.

Para los guipuzcoanos de las guerras napoleónicas, como para la mayor parte de los europeos de los siglos XVI, XVII, XVIII... la bandera es un instrumento esencial no solo por el simbolismo que representa aquello que se defiende o por lo que se lucha, sino porque el uso masivo de armas de fuego hacía fundamental tener en el campo de batalla algo que agrupe a las tropas en medio de la confusión de batallas donde el humo de la Artillería y la mosquetería dificulta la visión. Curiosamente, o tal vez no tanto, los guipuzcoanos de la época de Napoleón eligieron que quien les orientase en esos campos de batalla fuera precisamente el santo patrón de su provincia.

San Ignacio es nuestra bandera. De Trento a la segunda Batalla de San Marcial

Hace cuatro siglos, en abril del año 1622, el azpeitiarra Iñigo de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, era canonizado como santo por la Iglesia católica. Todo un honor para su provincia natal que dedicó grandes festejos a esa ocasión en la villa de Tolosa, donde en ese momento se alojaba, por turno, a las Juntas Generales y Diputación que representaban a toda la Provincia y veían así oficializada la santidad y el patronato del azpeitiarra. Una decisión, tomada por los guipuzcoanos ya en 1620, que iba más allá del mero orgullo localista o provinciano. En 1622 estamos en la época de las guerras de religión. Hace apenas cuatro años se ha iniciado la que se llamará Guerra de los Treinta Años que va, efectivamente, de 1618 a 1648. San Ignacio, el azpeitiarra, el guipuzcoano, se ha convertido desde finales del siglo anterior en la punta de lanza de ese enfrentamiento entre católicos y protestantes.

Así es, el Concilio de Trento, reunido durante años para atajar la herejía protestante, tiene en Íñigo de Loyola una herramienta esencial. Su Compañía de Jesús está concebida como una unidad militar, reminiscencia del pasado del futuro santo. Se trata de sacerdotes formados rigurosamente en los seminarios que Trento va a fomentar para que el clero no sea justo aquello que ha llevado a la Herejía que denuncia la corrupción y escasa ejemplaridad de esos sacerdotes.

El jesuita es sometido así desde su noviciado a una formación de élite en diversos conocimientos y a una férrea disciplina resumida en la divisa «perinde ac cadaver». Algo que se puede traducir como «disciplinado como un cadáver» lo que en definitiva señala que el jesuita debe sacrificar incluso su propia vida por la verdadera fe -es decir: la católica- ante paganos y herejes. Serán muchos los que así lo hagan, en Japón, en Inglaterra …

San Ignacio, el fundador de esa orden tan combativa será, pues, quien desde 1620 se convierta en santo protector de su provincia natal. Esto creará una devoción tan fiel a su persona que ni siquiera la que los historiadores llamamos Era de las revoluciones conseguirá cambiar. Al menos aparentemente. Así ocurrirá en 1812, cuando las tropas guipuzcoanas -los tres batallones formados con ayuda de los navarros Mina desde 1810- están siendo regularizadas como todas las tropas que actúan en el frente que va desde Galicia hasta la frontera de Navarra con Aragón. El general encargado de esa tarea, otro guipuzcoano, el bergarrara Gabriel de Mendizabal e Iraeta, instará en ese año a sus tropas guipuzcoanas a elegir un santo protector para su ba

Retrato de Gabriel de Mendizabal por Francisco de Goya.

Dará dos opciones según nos dice su correspondencia conservada en el Archivo General guipuzcoano. Una es elegir a San Martín de la Ascensión, la otra es elegir a San Ignacio de Loyola. Es posible que las creencias religiosas de los guipuzcoanos combatientes ya estuvieran para entonces bastante socavadas por las ideas liberales emanadas de la revolución de 1789, pues no se decidieron por ninguno de los dos canonizados. Así, finalmente, será el propio general quien decida que sea San Ignacio de Loyola el que campee sobre la bandera de los batallones guipuzcoanos desde ese momento. Y todo ello pese a que Gabriel de Mendizabal tampoco era precisamente reacio a las ideas constitucionalistas, revolucionarias... traspasadas de París a Cádiz

Sin duda ésta es toda una lección sobre lo que puede aportar el estudio de las banderas, la Vexilología, a la Historia. Esa creación de la bandera de los batallones guipuzcoanos que combaten contra Napoleón, nos dice que en pleno proceso de cambio político, hacia el Liberalismo, un general guipuzcoano que defenderá esas ideas tanto en 1812 como en 1820, opta por incorporar un símbolo religioso, propio del Antiguo Régimen y la Europa de las guerras de religión, a la bandera que anima y agrupa a sus soldados en el campo de batalla.

Una vidriera del Segundo Imperio francés representando a San Napoleón (c. 1855).

Algo que lleva a reflexionar sobre lo que está ocurriendo en la Europa católica en esos momentos. En Francia por ejemplo, causante de esas guerras, un general salido de la revolución, Napoleón Bonaparte, ha marcado, desde 1806, la pauta que Gabriel de Mendizabal ha seguido: a pesar de la revolución, seguimos siendo fervientes católicos. O aparentándolo al menos. En el caso de Bonaparte lo aparenta tanto como sus enemigos austriacos, que exhiben la efigie de la Virgen María en las banderas de algunos de sus regimientos.

San Ignacio, plasmado sobre otra de esas banderas que combaten en esas guerras, nos dice, en definitiva, que durante ellas convivió una religión católica que se niega a quedar en segundo plano y un cúmulo de nuevas ideas que finalmente conseguirán eso mismo. Es el tiempo de generales como Mendizabal que defienden ideas revolucionarias como una Constitución -por muy respetuosa que sea con la religión católica- y de generales como Bonaparte que restauran el culto católico en Francia por decreto, pero al mismo tiempo no tienen inconveniente en inventarse el culto a santos apócrifos como San Napoleón. O tener secuestrado al Papa durante años para que no interfiera en sus planes políticos...

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