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Durante décadas miles de niñas donostiarras tuvieron como destino formar parte de la servidumbre de los miembros de la aristocracia y de la burguesía madrileña que veraneaban en San Sebastián. Ese fue el caso de una pequeña de la inclusa que fue adoptada a finales del siglo XIX por una duquesa. Su vida se convirtió en un infierno al entrar como criada en su casa, al sufrir continuos malos tratos por parte de su señora, y el desenlace fue injusto y trágico.
Todo comienza el 25 de noviembre de 1890 cuando se personó en la Casa de Misericordia de San Sebastián una noble de Madrid. Indicó a la superiora del centro que deseaba acoger a una niña para educarla y tenerla como compañera de sus hijas en su palacio de la capital. Le fueron presentadas tres menores. La aristócrata rechazó a una de ellas por ser hija de gitanos y se decantó por una de unos nueve años llamada Juliana. Tras los correspondientes trámites legales sacó a la pequeña de la inclusa en noviembre y en enero se la llevó a Madrid.
Juliana Redolas San Sebastián vino al mundo el 6 de febrero de 1881 en la casa de maternidad de Donostia. Su madre se llamaba Ignacia y era costurera, y su padre Juan Bautista. La pequeña fue bautizada al día siguiente de nacer y entregada al hospicio. La junta provincial de Beneficiencia acordó entregar al bebé, para su lactancia, a una nodriza de Zizurkil. El 13 de diciembre de 1882 se hizo cargo una vecina de Aduna, que la acogió en su casa hasta marzo de 1889, cuando se la llevó de nuevo a la Casa de Misericordia.
El padre de la criatura quedó viudo al poco de casarse con su madre en junio de 1884. Un cura, hermano de esta, pretendió que la niña volviera con el progenitor. Sin embargo, este se opuso. Alegó que tenía dudas sobre su paternidad, que la reconoció como legítima a raíz de su enlace matrimonial y que se había vuelto a casar. Al final, la junta provincial de Beneficiencia decidió mantenerla en la Casa de Misericordia. Otra versión señalaba que al ser «fruto de amores desgraciados» la madre entregó a la bebé en el torno (la ventana habilitada para dejar a los niños de forma anónima) ubicado en la calle San Juan de la Parte Vieja donostiarra.
Por su parte, la aristócrata era Isabel María Luisa Francisca de Asís Antonia Álvarez Montes Alonso y Balinó. Era duquesa de Castro-Enríquez y Grande de España. Nació en Madrid en 1848. Se casó en Madrid en 1867 con José María de Arrózpide y dé Marimón, conde de Plasencia y de la Revilla, marqués de Sardañola, y también Grande de España. Tuvieron seis hijos, pero desde 1880 la duquesa vivía separada de su esposo. Este residía en Barcelona junto a los tres hijos mayores. Los menores quedaron con la madre en el palacio de Gaviria, situado en la calle Arenal, del distrito Centro de Madrid. El exmarido justificó la separación «al serle imposible vivir con su esposa, a causa del carácter excéntrico y especialísimo de ésta».
La noble era descrita como una mujer alta, gruesa, de aspecto vistoso; los ojos un poco tiernos, el hablar gangoso y el vestir descuidado. En el Museo del Prado se encuentra un retrato suyo realizado por el pintor Federico Madrazo y Kuntz en 1868. La mujer, una aristócrata venida a menos, veraneaba todos los años en San Sebastián, donde tenía una finca, y prolongaba su estancia al menos hasta enero.
El 10 de junio de 1891 una pareja de guardias de seguridad de servicio en la calle Tudescos localizó a una niña de unos diez años vestida con «miserables harapos» y varias lesiones por todo su cuerpo. Se trataba de Juliana Redolas San Sebastián. Trasladaron a la pequeña a la Casa de Socorro del distrito Centro. El médico se percató de que además de tener la cabeza llena de cicatrices, la menor presentaba una herida sin curar en el brazo izquierdo, otras dos en la zona sacro ilíaca, así como varias más en distintas partes del cuerpo. Tenía las orejas desgarradas con los agujeros de los pendientes rotos, resultado de tirones. La pequeña reveló que todo ello fue causado por «la duquesa Isabel», de cuya casa se había escapado pocas horas antes.
El caso fue puesto en conocimiento del entonces gobernador civil de Madrid, Teobaldo de Saavedra y Cueto, primer marqués de Viana. Le dio tanta pena la niña que ordenó que se le proporcionara ropa nueva, costeándolo de su propio bolsillo. También que fuera conducida al Juzgado de Instrucción, «para que instruyera causa en averiguación de estos hechos, constitutivos del delito de sevicia», que implica ensañarse con el sujeto pasivo, encausado a producir la muerte acompañada de sufrimientos no solo innecesarios, sino excesivos. Dado su lastimoso estado, fue llevada en brazos por el delegado de vigilancia del distrito Centro, quien también puso a disposición del juez Buenaventura Muñoz, quien decretó el secreto de sumario, los andrajos que cubrían a la niña.
Juliana declaró tanto al juez como al gobernador civil que «la señora» la trajo de San Sebastián a Madrid debajo del asiento del coche del ferrocarril para no pagar su billete. Añadió que no se había mudado de ninguna clase de prendas desde enero. Mantuvo que le habían despojado de la ropa de la inclusa y que en las nuevas vestimentas los botones y corchetes habían sido sustituidos por fuertes puntadas. Agregó que tenía que dormir en una silla. «envuelta en guiñapos», a los pies de la cama de su ama. Aseguró que esta le golpeaba de manera brutal por la falta más leve y a veces incluso sin una razón que justificase la paliza. Le clavaba las afiladas uñas en el rostro y hasta le cogía por la cintura haciéndola golpear con la cabeza en las paredes. Mantuvo que la duquesa le azotaba «con lo primero que encontraba a mano, con un palo, con una silla, con una bota... Sólo cuando estaba presente su doctor no me castigaba», remarcó. Detalló que no desayunaba y que comía lo que sobraba de la mesa, «que no era mucho ni bueno». Denunció, además, la «poca caridad» de la hija mayor de la duquesa, que tenía 15 años. Además, tenía que ocuparse ella sola de todas las labores de la casa, ya que la duquesa solo tenía como personal doméstico a una cocinera y a un cochero.
Cuando el gobernador le preguntó si quería volver a su antigua casa exclamó espantada «¡No!». «La duquesa Isabel me mataría», aseveró. Detalló, asimismo, el motivo de su huida. «Yo llevaba la sopera para comer la señora, y como quemaba mucho, no pude resistirlo y la dejé caer. Entonces ella se levantó furiosa y con un martillo me golpeó en este brazo». La niña, en vez de ir á la cocina, bajó al patio, y aprovechando un descuido de los porteros y del cochero, que estaban comiendo, se escapó por una puerta falsa que daba a la Calle Mayor.
Cuando la duquesa se enteró de que su joven criada había sido localizada en plena calle se lo tomó a risa. Sin embargo, envió una carta al marqués de Viana confirmando que una niña había desaparecida de su casa. «Es de mala conducta, de la cual ha dado pruebas desde su más tierna edad; y se lo comunico para no contraer ninguna responsabilidad en el caso de cometer Juliana algún delito». Pese a todo ello, también decía que apreciaba mucho a la pequeña, y le rogaba que la mandara a su domicilio. Nunca recibió respuesta a esa misiva.
Esa misma tarde del 10 de junio, el juez de instrucción citó a declarar en su despacho a la cocinera y al cochero de la duquesa, además de a la portera. Todos ellos aseguraron que nunca fueron testigos de malos tratos hacia la niña. A continuación se presentó en el Palacio de Gaviria acompañado de un oficial del juzgado. La duquesa admitió que adoptó a Juliana «con el ánimo de proteger a una desgraciada», y que la «consideraba y quería muchísimo», a pesar del «carácter irascible» de la menor. Negó que fuera la autora de las heridas que presentaba y mantuvo que nunca observó en ella lesión alguna. Aseguró que la vestía como a sus propias hijas, por lo que no entendía que estuviera con harapos. Criticó que para su pequeña sirvienta el «mayor placer consiste y revolcarse por el suelo de la cocina y pasar largas horas en las carboneras. Como no para un momento y se encarama encima de cualquier mueble, se da unas caídas terribles, produciéndose contusiones que no llegan á curarse, porque sobre las primeras se hace otras y otras. »Reprenderla, sí, pero nada más«, concluyó.
El día 13 de junio, el juez instructor tomó declaración a la costurera de la duquesa, quien no realizó comentario alguno negativo hacia la aristócrata. No ocurrió lo mismo cuando les llegó el turno a las ex sirvientas. Denunciaron que la señora les escatimaba el salario y los alimentos las trataba con dureza y las obligaba a trabajar como bestias de carga. Dijeron que tenían deseos de marcharse a los cuatro días, pero eran encerradas en una habitación y pasaban un par de días en ayunas. Por último, las amenazaba de acusarlas de ladronas, no sin antes recordarles su mucha influencia para meterlas en la cárcel.
El magistrado recibió además, el resultado del reconocimiento médico practicado a Juliana ese día. Era demoledor. La niña presentaba más de noventa cicatrices de heridas en cabeza, pecho, vientre y nalgas, hechas con instrumentos punzantes tales como tijeras y otras con elementos ardientes como pueden ser unas tenazas de chimenea. Según publicaron los periódicos, «horror causaba ver el cuerpo de aquella criatura (...) no hay ni un punto sano en aquel cuerpecito. Aterra oír el relato que hace la niña de los sufrimiento a que ha estado sometida desde enero».
En la tarde noche del día 13 se dirigieron al Palacio de Gaviria el delegado de vigilancia del distrito Centro, el comisario de policía y dos agentes. El primero informó a la duquesa de que traía orden del juez y del gobernador para conducirla a la cárcel de mujeres. «¡Yo en la cárcel! -gritó-¡Eso es una infamia!..¡Una vileza!...¡Ladrones, asesinos, pillos!...¡Yo en la cárcel confundida con criminales!», les espetó con violencia. Más calmada, la duquesa se arrojó a los pies del delegado de vigilancia y le rogó que no la condujese a prisión. Tras serle garantizado que podía llevarse a sus hijos con ella, decidió acatar la orden de encarcelamiento.
La comitiva salió de la casa por una salida lateral y se dirigió a la Calle Mayor, donde esperaba un coche de alquiler. La multitud de gente que se agolpaba en la calle Arenal para abuchear a la duquesa se quedó con las ganas. Hubo quien propuso lincharla y prender fuego a la vivienda. Y es que el malestar social fue creciendo conforme se conocían más detalles sobre la penosa situación vivida por Juliana. Su historia llenó tertulias de café, salones de la alta sociedad e incluso enfrentó a los partidos políticos y se debatió en el Congreso y en el Senado. Hay que tener en cuenta que el Madrid de finales del siglo XIX seguía siendo clasista y muy tradicional. El prestigio de la nobleza era intocable, al igual que la clase clerical, y solo las ideas liberales permitían un mayor dinamismo social. Tampoco hay que olvidar que la mayoría de la aristocracia, e incluso de la creciente burguesía, criminalizaba a los pobres.
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El hecho de que la víctima fuera originaria de San Sebastián acrecentó el interés de los lectores, ya que muchos veraneaban en la capital guipuzcoana. También los diarios donostiarras mostraran su interés y publicaron que la duquesa ya había adoptado antes a un niño, hijo de unos arrantzales del muelle, y que éste regresó con sus padres al poco tiempo «no pudiendo resistir los tratamientos de la 'caritativa' duquesa».
Al llegar a la Casa Galera de Alcalá de Henares, nombre con el que se conocía a la cárcel de mujeres, la duquesa fue recibida por el director de la prisión. En el cuarto de filiación alardeó de sus muchos títulos nobiliarios, pero al final quedó registrada simplemente como la presa Isabel Álvarez. Fue conducida a la sala de distinguidas, donde aceptó el pago de una peseta diaria para que su estancia fuera más cómoda. Se le permitió llevar su propia cama y comida de su casa. Algunos periódicos denunciaron que contó con muchos privilegios al ser una Grande de España, incluso, según una versión, con un piano de cola en su celda.
El encarcelamiento fue recibido con división tanto en la prensa como entre los partidos y la alta sociedad madrileña. Los conservadores consideraron exagerada la medida, mientras que los liberales la aplaudieron, pidiendo justicia y que no se tuviera en cuenta que la acusada era de alta cuna.
Al día siguiente del ingreso en prisión, se constituyó el juzgado en la cárcel de mujeres para tomar la indagatoria a la procesada. El 16 de junio fue ratificado el auto de prisión, fundado en que los hechos que resultaban del proceso pudieran ser constitutivos de homicidio o asesinato frustrado. Le fue denegada la libertad bajo fianza, pero en la noche del 2 de julio, tras 21 días en prisión, salió de prisión.
Mientras se desarrollaba el proceso judicial, la niña Juliana, que pesaba solo 26 kilos y 400 gramos, estuvo acogida en la casa del secretario del Gobierno Civil. A buen seguro que fueron los días más felices de su vida. Estaba vestida decentemente y recibió numerosos regalos, así como el interés de varias familias para acogerla. La prensa la describió así: «Tiene nueve años y está poco desarrollada. Tiene unos hermosos y expresivos ojos negros y es un poco chata. Le han cortado el pelo al rape para poderla curar mejor las heridas y para extirpar la miseria, de que estaba llena; en la frente la han dejado un poco de flequillo, que tenia hoy cuidadosamente rizado. La han lavado y vestido de limpio con ropa blanca interior y un vestido de color azul marino con adornos escoceses». Por desgracia, el 1 de julio la pequeña fue llevada a la Sociedad Protectora de los Niños, comenzando de nuevo otro martirio para ella.
A mediados de agosto, la causa instruida a la duquesa fue devuelta por la Audiencia al juzgado instructor para que informaran nuevamente los médicos acerca de las heridas recibidas por Juliana. Hubo división de opiniones entre los facultativos sobre si las lesiones eran leves o graves, y airearon sus discrepancias en la prensa, enrareciendo aún más el debate.
Desde octubre se hizo cargo de la defensa el ilustre orador y político conservador, Eduardo Dato Iradier, quien llamó como testigo al no menos famoso Cánovas del Castillo. Curiosamente ambos llegaron a ser presidente del Consejo de Ministros y fueron asesinados por terroristas anarquistas.
El 23 de noviembre tuvo lugar en el Juzgado municipal del distrito Centro el juicio de faltas al que había quedado reducido todo el proceso, tras considerarse las lesiones inferidas a Juliana de leves. La duquesa se encontraba ausente en su finca de San Sebastián. La vista comenzó a las cuatro y media de la tarde, y finalizó a las 9 de la noche. El fiscal consideró probado que la duquesa había causado las lesiones leves, por lo que solicitó la pena de arresto mayor en el grado que el juzgado estimara procedente. Por contra, el abogado defensor hizo uso de su habilidad oratoria, repasó todo lo declarado por los testigos y finalizó su intervención elogiando las cualidades morales de la duquesa y condenando la campaña de difamación de que, a su juicio, se la hizo víctima. Concluyó pidiendo el sobreseimeinto del caso o en otro caso, la absolución con toda clase de pronunciamientos favorables a la duquesa.
Esa misma tarde el juez hizo público su fallo, en el que absolvía a la acusada, fundándose en que no había méritos suficientes para considerar a la duquesa responsable de las lesiones. Apreció la «existencia de hechos que pueden constituir delitos y faltas atendiendo a la naturaleza y duración de las heridas, pero no existiendo motivos suficientes para estimar autora de las primeras a la duquesa» se sobresee la causa provisionalmente. Respecto a las faltas, se señala que «la sala no tiene atribuciones para conocer de ellas, porque aquellas no son incidentales». Por tanto, manda que «se saque y remita al juzgado municipal competente el oportuno testimonio de tanto de culpa para que éste proceda con arreglo a derecho». El magistrado declaró las costas de oficio. El 20 de octubre, la sala tercera de la Audiencia Provincial de Madrid, de acuerdo con la calificación fiscal, dictó auto de sobreseimiento provisional.
La noticia volvió a dividir a los ciudadanos, los periódicos y los partidos políticos. Los sectores conservadores lo celebraron y los liberales lo criticaron duramente. Para algunos la duquesa era una «víctima» y la pequeña Juliana una «intrigante», y para otros la aristócrata una «mujer malvada» y la niña una «mártir».
Cuando se conoció la sentencia la víctima ya no se encontraba en Madrid. El 17 de noviembre el Juzgado del Centro dispuso el reingreso de Juliana en la Casa de Misericordia y Beneficiencia de San Sebastián.. Precisamente, en la capital guipuzcoana se llegó a investigar si el proceso de adopción por parte de la duquesa cumplió con todos los requisitos legales y la conclusión fue que no se cometió ninguna irregularidad.
Juliana no volvió a la ciudad que la vio crecer como una exitosa criada de una grande de España como en sus infantiles sueños sino de nuevo como una desamparada huérfana. El caso cayó en el olvido, hasta que el 17 de enero de 1896 se conoció que la pequeña había fallecido en el hospital civil de Manteo por tuberculosis. Una infancia truncada de forma cruel e injusta. Por desgracia, seguramente no fue el único caso, pero sí uno de los más mediáticos.
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Fernando Morales y Álex Sánchez
Juan Manuel Sotillos e Iris Moreno
Iñigo Puerta | San Sebastián
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