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La mañana del sábado 16 de mayo de 1598, Catalina de Ribera salió de su casa junto a la muralla de Hondarribia, cerca de la puerta de Santa María. Caminó unos metros y entró en la casa del concejo. Allí le esperaban los dos alcaldes, los dos jurados, el preboste, el procurador y el escribano. Ese día, Catalina tenía algo que decirles.
Tras el saludo, Catalina entregó un documento al escribano. Este lo desplegó y comenzó a leerlo en voz alta para que todos oyeran su petición. Aunque los presentes conocían bien a aquella mujer, el primer dato que leyó el escribano fue su nombre y filiación: Catalina de Ribera, viuda de Nicolás de Justiz.
Tras el nombre, el escribano leyó la queja de Catalina. En su opinión, las esculturas que adornaban el altar de San Juan en la parroquia de Santa María estaban en tan mal estado que precisaban de una renovación. Así que, Catalina se ofrecía a financiar la elaboración de un nuevo retablo con las esculturas de San Juan, San Martín, San Nicolás y Santa Elisabeth. Todas estas figuras se las encargaría a un escultor de renombre.
Catalina sabía que, si quería modificar alguno de los retablos de la parroquia, debía acudir ante los miembros del concejo. Los alcaldes, regidores y diputados eran quienes concedían las licencias, puesto que el concejo era el patrón de la iglesia, es decir, era el propietario del templo.
Lo cierto es que el retablo del altar de San Juan estaba muy deteriorado y la renovación de la imaginería era urgente. De manera que la petición de Catalina de Ribera había llegado en buen momento, y el concejo aceptó su generosidad. Además, el apellido Ribera era sinónimo de solvencia y garantía de que la obra se llevaría a cabo. El concejo no tenía dudas: el retablo se construiría.
Ahora bien, antes de concederle la licencia, el concejo le impuso tres condiciones. En primer lugar, le pidió que el retablo no ocupara el púlpito adosado al pilar pegante a la capilla de San Juan. En segundo lugar, debía colocar un cartel para indicar que el único patrón de la iglesia era el concejo. Por último, Catalina tendría que firmar un documento en el que se especificaba que ni ella ni sus herederos poseían derechos de patronazgo sobre la capilla.
A pesar de que ni en el acta ni en los documentos que redactaron aquel sábado quedó constancia de esa intención, las tres exigencias del concejo dejaban claro que no permitirían que Catalina de Ribera ni sus herederos decidieran sobre la decoración o ampliación de la capilla. Tampoco aceptarían que eligieran clérigos para oficiar misa ni que exhibieran sus escudos heráldicos. El concejo debía preservar su autoridad frente a cualquier familia poderosa. Y la de Catalina lo era.
Tras la enumeración de las exigencias, Catalina aceptó cumplirlas y firmó el documento que le habían preparado. A continuación, el escribano le expidió la licencia para retirar el viejo retablo y sustituirlo por uno nuevo.
Catalina de Ribera era la pequeña de cinco hermanos. Su padre, Martín de Ribera, se había dedicado al comercio con las Indias. De hecho, pasaba más tiempo entre Sevilla, Nueva España y Tierra Firme que en Hondarribia con su familia. Fue capitán en los barcos que navegaban hasta Veracruz y Portobelo cargados de aceite, vino y hierro, y regresaba con las bodegas rebosantes de plata, perlas, tintes y cacao. Gracias a estos viajes, Martín de Ribera hizo una fortuna.
La madre de Catalina, María López de Olaberria, poseía varias casas, un lagar, manzanos y viñedos. Durante los oficios religiosos, tenía reservado un asiento en uno de los mejores lugares del templo. Cuando se celebraban las honras por los difuntos, su sepultura en el interior de la iglesia recordaba a todos su posición y linaje. Los días de procesión, su condición de cofrade en tres hermandades le otorgaba el derecho a ocupar un lugar destacado en los actos religiosos. En Hondarribia, María López de Olaberria era una mujer relevante.
En 1568, las visitas esporádicas del padre de Catalina se interrumpieron. También dejaron de llegar las cartas, las noticias desde Sevilla y el dinero de las Indias. Ese año, Martín falleció en Nueva España. Según la documentación conservada, Catalina no tenía ni seis años.
Cuando años más tarde, en 1590, falleció la madre de Catalina, su hermano mayor negoció su matrimonio con Nicolás de Justiz. Para asegurarle un sustento acorde con su categoría, la dotó con una casa, 300 ducados, rentas en Sevilla con beneficios fiscales, joyas y varios asientos de mujer en la iglesia.
Un año después de la celebración de aquel matrimonio, el hermano mayor de Calina falleció. En su testamento la nombró heredara universal. Así fue como todos los bienes de sus padres pasaron a sus manos. Catalina se convirtió en una mujer rica y poderosa.
Tras siete años de matrimonio, Catalina enviudó. Tal vez, al quedarse sola, comenzó a idear la financiación del retablo del altar de San Juan. Sin descendencia, pudo ver en el mecenazgo una forma de dejar huella y perpetuar la memoria de los suyos. De hecho, bajo ese altar descansaban sus padres y su hermano mayor. El apellido Ribera merecía ser recordado, y aquella obra sería su legado.
Diez días después de obtener la licencia, Catalina concretó con el escultor, el ensamblador y el pintor las condiciones para hacer el retablo. Para asegurase de que los artesanos cumplirían con lo acordado, firmaron un documento ante un escribano. De esta forma, si alguno de ellos incumplía con lo apalabrado Catalina podría denunciarlo ante las autoridades.
Aunque no está confirmado, es probable que la pandemia de peste que se propagó a finales de 1598 impidiera que Catalina tuviera el retablo terminado en 1599, tal como estaba ideado. Fue una época de desabastecimiento y de promulgación de medidas preventivas para evitar el contagio. Seguramente, las pinturas, los dorados, la madera tallada y otros materiales esenciales para la obra no llegarían con la frecuencia habitual y los artesanos tuvieron problemas para continuar con su actividad. La enfermedad, el miedo y las restricciones impuestas por las autoridades ralentizaron todos los trabajos. En cualquier caso, el retablo no se terminó hasta 1604.
Y llegó el día. El domingo 16 de enero de 1604, a las doce del mediodía, Catalina se arrodilló frente al altar de San Juan. Desde allí vio entrar al ensamblador con su cincel y martillo. Luego observó cómo las mujeres que habían transportado las imágenes y otros elementos decorativos desde la casa donde habían sido dorados los extraían de sus cestos y los colocaban junto al ensamblador. Finalmente, se detuvo en el cartel donde su nombre, grabado en letras doradas, dejaba constancia de su mecenazgo.
En ese momento, uno de los mayordomos de la iglesia se acercó a Catalina y le pidió que saliera del templo. Según le dijo, la feligresía no podía quedarse más tiempo, pues había llegado la hora de cerrar las puertas. Catalina, al igual que el resto de las mujeres, soldados y demás vecinos que habían ido aquel domingo obedecieron al mayordomo. Mientras la iglesia se vaciaba, en su interior se preparaba otro movimiento.
A medida que la feligresía salía, el preboste se acercó al ensamblador y le pidió que dejara el martillo, los clavos y el cepillo. En realidad, la orden de paralizar el montaje la había dado uno de los alcaldes, y el preboste se había limitado a hacer de mensajero. Le aseguró que lo llamarían más tarde para continuar con el ensamblaje.
A las tres de la tarde, el preboste llamó a la puerta de la casa del ensamblador y le ordenó retomar su trabajo. Así que regresó al templo con sus herramientas y un ayudante. Allí les esperaban los dos alcaldes, dos jurados, el procurador y el escribano. En cuanto entraron, una persona cerró las puertas del templo.
Desde fuera, una voz gritó que le dejaran entrar. Era el merino, un representante de la Provincia, que había acudido a petición de Catalina para asegurarse de que el retablo se montaría según lo previsto. A pesar de sus gritos y de los insistentes golpes en la puerta, nadie le abrió.
Durante tres horas el templo permaneció cerrado. En el interior, el ensamblador y su ayudante se afanaban en colocar el San Juan, San Martín, San Nicolás y Santa Elisabeth. En el exterior, la vecindad se preguntaba por qué las campanas no repicaban para anunciar las vísperas. Mientras tanto, Catalina no entendía por qué su retablo se alzaba en secreto.
A las siete de la tarde, las puertas del templo se abrieron. El primero en entrar fue el merino. Se acercó al retablo, encendió una vela y comenzó a examinarlo. Cuando alumbró el cartel donde se mencionaba el nombre de Catalina de Ribera, descubrió que lo habían raspado con un cuchillo hasta hacerlo desaparecer.
En cuanto Catalina se enteró, acudió ante el corregidor para denunciar al concejo. El merino la apoyó y relató cómo le habían impedido entrar en el templo. Tras la denuncia, un pregonero recorrió las calles de Hondarribia y anunció la orden de arresto contra los miembros del concejo.
Sin embargo, antes de ser apresados, seis miembros concejiles huyeron. El séptimo, uno de los alcaldes, recibió al corregidor en la cama de su casa. Le aseguró que estaba muy enfermo por lo que no podía ir a la cárcel. Un médico certificó su estado.
Ante la huida de los miembros del concejo, el corregidor ordenó embargarles varios bienes. De sus casas salieron sillas, camas, escritorios, arcones, cubas de sidra, mesas y jarras de plata y estaño. Ese fue el precio de no presentarse ante la justicia.
Finalmente, los alcaldes, regidores, jurados, síndico y preboste acudieron ante el corregidor. Para evitar la cárcel, aceptaron la exigencia de Catalina: rehacer el cartel con su nombre marcado en letras doradas.
Catalina de Ribera no solo financió un retablo, sino que defendió su derecho a ser recordada por ello. Se enfrentó al poder municipal y logró que su nombre, antes raspado a cuchillo, quedara grabado. Catalina no estaba dispuesta a desaparecer de la historia.
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