La hilandera que no se calló: la lucha de María de Villar contra la violencia en la Bergara de 1603
En la Bergara de 1603, un grupo de mujeres, encabezadas por María de Villar, logró que la justicia actuara contra lo que hoy denominaríamos violencia machista.
Cada tarde, siempre que no lloviera y no hiciera demasiado frío, María de Villar sacaba una silla de su casa en la calle Arruriaga de Bergara, la colocaba junto al portal, se sentaba y esperaba a que varias de sus vecinas hicieran lo mismo. Tras la jornada laboral, en aquellos encuentros vespertinos, las mujeres se anunciaban las novedades, se reían de las anécdotas, compartían las quejas y arreglaban los problemas. Durante unas horas, ese rincón de la calle se convertía en un pequeño espacio femenino.
El 8 de septiembre de 1603 parecía que iba a ser una tarde más. Como cualquier otro día, María de Villar había guardado la rueca con la que se ganaba la vida y los dos reales y medio que cobraba por su jornal diario. Aunque el final del verano se empezaba a notar, todavía le quedaba un rato para aprovechar la luz solar y disfrutar de una conversación al aire libre. Tras una jornada estirando, retorciendo y enrollando lino, sus manos agradecían el momento de colocar la silla en la calle.
Aquella tarde, otras tres mujeres acompañaron a María de Villar. La más joven tenía 19 años, mientras que la mayor había cumplido los 40. A pesar de la diferencia de edad, la conversación fluía entre ellas. Compartían sus experiencias de vida y aprendían las unas de las otras. Como ninguna de ellas sabía leer ni escribir, la oralidad era la forma de transmitirse saberes, apoyo y pertenencia.
El precio de reivindicar la igualdad
Cuando la tarde dio paso a la noche, Antonio de Arizaga, el sastre de Bergara, enfiló la calle Arruriaga, se detuvo ante las mujeres que conversaban y les dijo: «Yo tengo que quemar esta casa para que se quemen unas perdidas que aquí viven». Ante la amenaza, María de Villar le pidió al sastre que se explicase. Para asombro de todas ellas el hombre miró a María y le increpó: «A vos perdida que no sabéis regir vuestra casa y queréis regir las casas ajenas y así traes perdida la vida de mi sobrino».
Ante semejante acusación, María no quiso callar. Se levantó, se colocó frente a Antonio y le replicó: «Soy tan mujer para regir mi casa como vos sois hombre». Debido a que con aquella comparación María aseguraba que tenía tanta autoridad doméstica como él, Antonio se enfureció. En una sociedad donde la mujer debía estar supeditada al hombre, igualarse a él y, además, en público, era inaceptable.
Pero en la época de María de Villar, cuestionar a los varones se pagaba caro. Antonio alzó el puño, lo dirigió hacia la cara de María e intentó golpearla. Antes de que la alcanzara, las otras tres mujeres se interpusieron entre el puño de Antonio y el cuerpo de María. Sin embargo, el fracaso no hizo sino encolerizar más al hombre cuestionado. Este se llevó la mano al cinturón, se lo desabrochó, lo deslizó de la cintura, y lo uso de látigo contra la cabeza de María. El extremo metálico del cinturón impactó tan fuerte que María cayó al suelo aturdida, al tiempo que la sangre teñía su cabello.
Las voces pidiendo ayuda se oyeron en toda la calle. De los portales comenzaron a salir otras vecinas que se acercaron al lugar de los hechos. Entre varias personas tomaron a María de Villar y la metieron en su casa. Otras fueron en busca del médico. Entretanto, Antonio de Arizaga volvió a enfilar la calle Arruriaga, aunque esta vez con el cinturón ensangrentado.
Una buena vecina
Cuando el médico examinó el golpe, le dijo que debería guardar cama al menos ocho días. Le vendó la cabeza, le recetó unos medicamentos y le aconsejó limpiar la herida dos veces durante las primeras jornadas; después bastaría con una cura cada mañana hasta que sanara. A continuación, le comentó que, si quería que la herida cicatrizara bien, debería reposar en casa unas dos semanas.
Al día siguiente, María habló con un abogado y le pidió que denunciara a su agresor. El alcalde de Bergara, la autoridad que ejercía de juez en los delitos cometidos en la villa, aceptó la querella. Según la ley, la violencia física se castigaba con una multa. Ahora bien, María no solo lo denunció por maltrato, sino por haber usado contra ella otro tipo de violencia: la que cuestionaba su honor.
Para su entorno María era una buena vecina. No solo la consideraban como una de las mejores tejedoras e hilanderas de Bergara, sino que también la respetaban por los consejos que daba a las mujeres casadas. De hecho, dos días antes de la agresión, una de sus vecinas le pidió ayuda. Le contó que su marido le daba mala vida y que no soportaba seguir viviendo con él. Necesitaba salir de su casa lo antes posible. Ante la desesperación de la vecina, María la invitó a mudarse a su casa para protegerla de su marido agresor.
La vecina aceptó la invitación. Empaquetó unos vestidos, unas sábanas y algunos objetos personales. Esa noche durmió en casa de María. Sin embargo, al día siguiente se arrepintió y regresó junto al marido. Para entonces en Bergara la gente estaba al corriente del consejo que María había dado a la mujer maltratada. Si bien para algunas personas había sido una buena recomendación, para otras había sido una intrusión en la vida de un matrimonio. De esta última opinión era el tío del marido maltratador, que no era otra persona que Antonio de Arizaga.
Para María no había duda de que su actuación había sido la correcta, de manera que no iba a permitir que un hombre la llamara «perdida» y, todavía menos, que cuestionara su capacidad para gobernar su casa.
El poder de la justicia
La denuncia siguió su cauce. Cinco días después de la agresión, las autoridades apresaron a Antonio, lo encarcelaron y llamaron a varias personas para averiguar lo sucedido. Las primeras en testificar fueron las tres mujeres que ese día se habían sentado en la calle para conversar con María. Tal y como anotó un escribano, las tres confirmaron las palabras que Antonio dijo, la réplica de María, el amago de golpe y el latigazo con el cinturón. Después declaró el primer médico que asistió a María. Describió la herida, las curas que le aconsejó, los medicamentos que debía tomar y el reposo que debía guardar.
Entretanto, María guardaba cama. A pesar de ello, estaba bien atendida. Por una parte, su prima, que vivía con ella, le cambiaba el vendaje y le limpiaba la herida. Por otra, vecinas y compañeras de profesión la visitaban con frecuencia. María contaba con una buena red femenina de apoyo.
Tras ocho días en cama, María se levantó, aun así, no estaba recuperada, por eso el médico le aconsejó más reposo. En total, tuvo que estar 24 días en casa. Durante ese tiempo le fue imposible tomar la rueca y reanudar el trabajo. Aquel parón le supuso una pérdida de unos 60 reales, toda una fortuna para una mujer que vivía al día. De hecho, tan solo en gastos médicos tuvo que pagar 36 reales.
Así que cuando el 10 de noviembre salió el fallo del juicio, María no estuvo de acuerdo con él. A pesar de que el alcalde dictaminó que Antonio era culpable, la multa que le hizo pagar era ridícula. El juez no tuvo en cuenta la pérdida económica que le había supuesto a María el parón laboral. A la vista de aquello, María apeló ante el corregidor de Gipuzkoa.
Una vez más, un escribano recogió los testimonios de las personas implicadas. Asimismo, anotó la declaración de varias hilanderas. Había que demostrar lo que aquellas mujeres ganaban por día.
Finalmente, un año después de la agresión, María logró que un juez dictara que Antonio debía abonarle 96 reales, la cantidad para cubrir los gastos médicos y recuperar el dinero por no haber podido trabajar.
La sentencia no solo hacía justicia económica, sino que castigaba la violencia física, reparaba el honor de María y confirmaba que era una buena vecina.
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