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A pesar de que el nombre de Archivo Secreto del Vaticano nos invita a pensar en documentos escritos en clave, en información que revela escándalos, conspiraciones o pruebas ocultas, la realidad es muy diferente. Lo cierto es que la palabra «secreto» proviene de secretum que en latín significa «privado». Es decir, se trata del Archivo privado del Vaticano.
Con el fin de evitar malentendidos, en 2019 el papa Franciso lo renombró como Archivo Apostólico Vaticano. Sin embargo, sigue conociéndose popularmente como el Archivo Secreto.
Este fondo documental se encuentra en la Ciudad del Vaticano, bajo el Palacio Apostólico. En sus estanterías se conservan carpetas y cajas repletas de bulas papales, correspondencia con monarcas europeos, actas de procesos como el de Galileo, registros de concilios, cartas de personajes ilustres o informes enviados por misioneros. Se trata del archivo con mayor documentación histórica del planeta. Por eso es único en el mundo.
Aunque el archivo existe desde hace siglos, se mantuvo privado hasta 1881. Precisamente, fue el papa León XIII quien lo abrió al público. Desde entonces, cualquier investigador o investigadora puede consultarlo. Ahora bien, saber qué buscar y dónde hacerlo es una tarea compleja. Es fácil perderse en un archivo con 85 km de estanterías y documentos que van desde el siglo VIII hasta la actualidad.
Para facilitar la búsqueda, la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) han llevado a cabo un ambicioso proyecto de investigación en este archivo. Como resultado, han creado una página web que permite consultar los documentos vaticanos relacionados con el País Vasco.
Para el caso de la Gipuzkoa medieval, se puede rastrear el control del comportamiento del clero, la concesión de indulgencias, las disputas por la separación o jurisdicción de determinadas iglesias e incluso los conflictos entre parroquias vecinas. Basta con asomarse a estos documentos para conocer cómo funcionaba la Gipuzkoa de aquella época.
En 1462, el concejo de Irun escribió una carta al papa Pío II. Según decía, la población estaba cansada de tener que caminar una legua para recibir los santos sacramentos. Para poder celebrar un bautizo o comulgar, se desplazaban hasta la parroquia de Hondarribia. No es que en Irun no existiera una iglesia, sino que la de Santa María no tenía el título de parroquia. Eso significaba que, aunque podía celebrar misa, no podía tener pila bautismal ni sagrario.
Así que caminaban. Lo peor era cuando llovía o la marea estaba alta. En esos días, una parte del camino se inundaba, el calzado se embarraba, el fango se adhería a las faldas y los niños resbalaban. Las personas mayores y las que tenían problema de movilidad se quedaban en sus casas sin recibir los santos sacramentos. Aquella situación no podía continuar. Querían cumplir con sus creencias.
Por eso pidieron a Pío II que otorgara el título de parroquia a su iglesia de Irun. Sin embargo, el asunto no era tan sencillo como extender un documento con el sello de la Santa Sede. Si les concedía el título, en Santa María podrían celebrar misa cantada todos los días, volcar agua sagrada sobre la cabeza del bebé o repartir el pan sagrado, pero también podrían elegir a los clérigos y recaudar los diezmos. A la parroquia de Hondarribia estos dos últimos asuntos no le interesaban.
Tener derecho a elegir clérigos era una ventaja. En la iglesia, la feligresía escuchaba atenta los sermones y los curas eran una referencia para la comunidad. De manera que tener el control del púlpito significaba influir en la mentalidad de las personas. El concejo era quien se encargaba de la elección, por eso era importante seleccionar uno que estuviera en sintonía con él. En el momento en que Irun tuviera su parroquia, Hondarribia no podría elegir a los clérigos de aquella localidad. Es decir, perdería el control del territorio.
Por otra parte, tampoco podría recaudar los diezmos que hasta hora recogía en Irun. Perder el diez por cien de la producción agrícola, ganadera y comercial de dos mil personas, era mucho perder. Así que, Hondarribia hizo todo lo posible para evitar que Irun tuviera parroquia. Y lo consiguió.
A pesar de la petición de Irun, su iglesia siguió dependiendo de la de Hondarribia un siglo más.
A principios del siglo XV, al papa Benedicto XIII le llegó la noticia de que en Gipuzkoa muchos clérigos vivían emparejados con mujeres, e incluso, muchos de ellos tenían hijos. Estos clérigos lejos de recatarse oficiaban misas, entregaban los sacramentos y confesaban a la feligresía. En definitiva, se saltaban a la torera la obligatoriedad del celibato y seguían ejerciendo la labor eclesiástica.
La Iglesia tenía que poner remedio a esa insubordinación. No solo porque así lo establecían los preceptos eclesiásticos, sino también porque las relaciones extramatrimoniales ponían en riesgo el patrimonio de la Iglesia. Lo cierto es que los eclesiásticos administraban viviendas, manzanos, robledales, montes y molinos que eran propiedad de la Iglesia. Podía ocurrir que los clérigos amancebados trataran de dejar en herencia estos bienes a su descendencia. Para evitarlo, la Iglesia tenía que actuar.
Por eso, en 1413, Benedicto XIII mandó a su notario Lancelote de Navarra a Gipuzkoa para investigar a estos clérigos desafiantes, preparar un listado con ellos y denunciarlos ante el Tribunal Eclesiástico. Todo ello, en el plazo de tres meses. Cuando el dinero está en juego, la prisa apremia.
Como era habitual en estos casos, las mujeres fueron las que más perdieron. Aquellas que no acataron la norma, fueron condenadas al destierro. Las que obedecieron sufrieron las miradas acusatorias por haber tenido sexo sin estar casadas. Las que habían sido madres se llevaron la peor parte. A las miradas inquisitivas, se les sumó la dificultad de criar solas a sus hijos.
En el siglo XIII, en un entorno montañoso y rocoso, se construyó una iglesia y hospital. Se dedicó a San Adrián y por ahí circulaban las personas que transitaban entre Álava y Gipuzkoa. Sin embargo, si no era para ir de un territorio a otro, era difícil que la feligresía subiera hasta allí. El lugar estaba a mil metros de altura.
De manera que había que pensar en algo para que la gente acudiera y evitar que la iglesia desapareciera. Mantener ahí el templo era importante. Primero, porque era una forma de reivindicar que esa zona era cristiana. Después porque, gracias a los diezmos y limosnas, era una fuente de ingresos. Luego porque los sermones de los curas servían para adoctrinar a la gente. Por último, porque daba cobijo a los peregrinos que hacían el camino de Santiago.
Así, en 1290, el papa Nicolás IV, concedió cien días de indulgencia a los fieles que visitaran la iglesia del hospital de San Adrián el día de la Trinidad. Es decir, la Iglesia absolvía la pena a todas aquellas personas que habían mentido, robado, blasfemado, habían usado la violencia o habían sido adúlteras.
Estos perdones eran muy bien recibidos en una sociedad miedosa al purgatorio y deseosa de salvación. Eso sí, para obtener la indulgencia había que vaciar la faltriquera. Los pecados no solo tenían un precio religioso, sino también monetario.
A finales del siglo XII, la diócesis de Pamplona, la de Burgos, la de Calahorra y la de Bayona se disputaban la administración del territorio que hoy en día es la Comunidad Autónoma Vasca. Estaba en juego la recolección de los diezmos, la propiedad de tierras, la designación de clérigos, la organización de la vida religiosa y el control de una comunidad. En definitiva, estaba en juego el poder sobre un territorio.
De manera que cada diócesis comenzó a rebuscar en sus archivos los documentos que demostraban que los territorios que administraban les pertenecían desde tiempo inmemorial. Cuando no los encontraron, los falsificaron. En algunos casos, alteraron la fecha para dar al documento una apariencia de mayor antigüedad; en otros, añadieron localidades con el fin de ampliar el marco territorial. Sabían que un documento era la clave para legitimar la propiedad de una iglesia, de unas tierras y de unas rentas.
Harto de estas disputas y de tener que comprobar la veracidad de los documentos, en 1194, el papa Celestino III intervino en el asunto. Repartió Gipuzkoa entre las diócesis de Pamplona, Bayona y Calahorra. De esta manera, Irun, Hondarribia, Oiartzun, Renteria, Lezo y Pasaia eran para la diócesis de Bayona. El valle de Deba para la de Calahorra y el resto de Gipuzkoa, incluyendo San Sebastián, para la de Pamplona. La mano papal calmó las aguas de las fronteras espirituales.
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Amaia Núñez, Josu Zabala Barandiaran y Kevin Iglesias
Miguel Villameriel | San Sebastián e Izania Ollo (Gráficos) | San Sebastián
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