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Fuego en Jaizkibel en una imagen antigua. DV
Historias de Gipuzkoa

El fuego, entre aliado y amenaza en la Gipuzkoa del pasado

En el pasado, las llamas podían ser aliadas o amenaza. Hoy, esa memoria histórica nos recuerda hasta qué punto la gestión del monte sigue siendo cuestión de supervivencia colectiva.

Ana Galdós Monfort

San Sebastián

Jueves, 11 de septiembre 2025, 00:03

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A primera hora del martes 5 de marzo de 1613, Domingo de Juan Herroyrena y Miguel de Larrinaga cargaron unas mulas con picos, azadas, mazas, cuerda y plomadas. Después, acompañados por otros dos hombres, se encaminaron con las herramientas hacia el monte Jaizkibel. Esa mañana querían trabajar en un yacimiento de piedra arenisca que había en la cima del monte.

De los cuatro, a Domingo le costó más ascender por el sendero. A sus setenta años, las piernas no respondían como cuando empezó en el oficio, pero su presencia aquel día era necesaria. Además de seguir siendo el maestro del taller de cantería, su experiencia aseguraba localizar el mejor lugar de extracción y obtener la piedra de la manera más eficaz.

Cuando Domingo indicó el lugar adecuado, los tres compañeros descargaron las mulas; a continuación, desbrozaron la maleza para dejar limpia la cantera. Sin embargo, en vista de que el trabajo se ralentizaba, Domingo ideó una manera más rápida de limpiar el terreno: prenderían fuego a todos esos hierbajos. Eso sí, para evitar que las llamas se descontrolasen, limitarían la zona de quema y estarían bien atentos a que el fuego no traspasase la zona delimitada. De lo contrario, podrían montar una buena. En esa época del año, las aulagas, argomas y brezos se extendían por todo el Jaizkibel y los cuatro conocían bien la facilidad con la que ardían esas plantas. A pesar del riesgo, Domingo prendió la llama.

A las diez de la mañana, un guardamonte que trabajaba cerca de la cantera olfateó el humo, alzó la vista y vio fuego en la cima de Jaizkibel. Enseguida avisó a sus compañeros. A uno de ellos le pidió que descendiera a Lezo, al otro que fuera a Hondarribia. Había que dar la voz de alarma.

Escena en el bosque. Pieter Brueghel

En cuanto las campanas de las iglesias de Lezo y Hondarribia repicaron, la gente se movilizó, en especial las personas que vivían en las caserías. Esa era la costumbre: familias enteras acudían a sofocar las llamas. Al fin y al cabo, Jaizkibel estaba en peligro y eso les incumbía a todos. Sin el monte no darían de comer al ganado, y tampoco se abastecerían de madera ni carbón. La subsistencia de la comunidad estaba en juego.

El guardamonte fue el primero en llegar al lugar de las llamas. Allí vio cómo los cuatro canteros trataban de apagarlas, pero enseguida se dio cuenta de que el fuego estaba descontrolado. Por suerte, pronto llegó la ayuda. Entre varias personas de Lezo y Hondarribia, lograron extinguir las llamas. A pesar de la rapidez, el destrozo fue evidente.

Una vez controlado el desastre, el guardamonte le exigió la licencia de quema al mayor de los cuatro canteros. Pero Domingo no había solicitado el permiso necesario, así que improvisó una respuesta para explicar el incendio. Según le contó al guardamonte, extrajeron una piedra arenisca de un tamaño mayor del esperado, nada más y nada menos que de 20 quintales, es decir, tan pesada como una vaca de buen tamaño. Al sacarla, la piedra rodó hacia abajo, chocó con otra arenisca y del impacto salieron chispas que cayeron sobre la maleza. Después prendió el fuego.

Aunque el guardamonte no entendía de piedras, tenía una gran experiencia en incendios forestales por lo que aquella historia le resultó rocambolesca. De manera que arrestó a los cuatro canteros, los condujo a la cárcel de Hondarribia e informó a las autoridades de lo sucedido.

Cuatro días después, tras un interrogatorio a los acusados y testigos, un juez dictaminó que Domingo y Miguel eran culpables. Se les castigó a un año de destierro de la jurisdicción de Hondarribia, es decir, no podrían pisar ni aquella villa, ni Irun ni Pasai Donibane. Asimismo, se les condenó a pagar las costas del pleito y a pagar cuatro mil maravedís, toda una fortuna, por los daños causados. El castigo suponía la ruina para esos dos canteros, pero la justicia quería ser ejemplificante en un caso que afectaba a la supervivencia de la comunidad y al mantenimiento de los recursos naturales.

Cuando el monte ardía, la comunidad respondía

Por aquel entonces existía una orden que obligaba a la vecindad acudir a apagar el fuego. Debían hacerlo en especial las familias que residían cerca del incendio. Hombres, mujeres y niños debían tratar de sofocarlo con los medios que tuvieran a su alcance: barriles de agua, de vino, de sidra, con palas, con ramajes. Cualquier líquido o herramienta para golpear era de utilidad.

La misma orden castigaba con el pago de diez mil maravedís a toda persona que no respondiera a la voz de alarma. Desatender el bien común tenía su coste.

Lo cierto es que los montes era un bien de gran interés para la comunidad. La vecindad cortaba madera para construir barcos, muebles, edificios, hacía carbón para calentar los hogares y alimentar las ferrerías. También, reservaba pastos para el ganado, colocaba colmenas en los huecos, plantaba árboles frutales y aprovechaba resinas y cortezas para curtir o impermeabilizar. Por eso las autoridades regulaban el uso del monte mediante normas, entre ellas el acudir a los incendios, pero también el uso del fuego como herramienta de control y gestión ganadera.

Y es que el fuego era una herramienta cotidiana en la vida campesina. Servía para convertir zonas de matorrales en pastos para el ganado. Una vez quemados los brezos y argomas, nacían helechos que servían de alimento y cama. El fuego también servía para limpiar el monte de maleza, lo que permitía que los árboles crecieran más fuertes. Al mismo tiempo, evitaba la acumulación de hierbas secas y con ello el riesgo de incendios mayores. Por otra parte, la ceniza era útil como abono para los cultivos. Así, al menos una vez al año, determinadas zonas del monte ardían de forma controlada. No era una agresión, sino un recurso para conservar y gestionar el monte.

No obstante, un fuego fortuito o mal intencionado podía devastar la supervivencia de una comunidad. Cuando el fuego dejaba de estar controlado alcanzaba los árboles, los pastos y los cultivos. Es decir, las ramas quedaban inservibles, los helechos chamuscados ya no eran útiles para el ganado y los cultivos calcinados para el sustento diario. Por eso, en cuanto se declaraba un incendio no voluntario, la vecindad salía a proteger el monte.

El castigo por no acudir a «matar el fuego»

Aquel 5 de marzo no fue la primera ni la última vez que el monte Jaizkibel ardió. Un año antes, prendió durante dos días y dos noches. El fuego comenzó junto a la casa de un bordero y avanzó hacia la cumbre. De madrugada, alumbró la cima y la luz despertó al vecindario de la zona. A pesar de ello, en aquella ocasión nadie acudió a apagar el fuego.

La primera en darse cuenta de que alguien había prendido fuego en Jaizkibel fue Simona de Iriarte, una mujer que vivía con su hija e hijo en una casa de labranza en Gaintxurizketa. En un principio, pensó que se trataba de un incendio controlado, tal vez para quemar argoma o algún otro tipo de maleza. Sin embargo, cuando el fuego se prolongó toda la noche y la mañana siguiente, se dio cuenta de que se había descontrolado.

En cuanto otro vecino de la zona se percató del avance del fuego corrió hacia Lezo, donde avisó a unos marineros para que ascendieran al monte. Para su sorpresa, aquellos hombres de mar se negaron a acudir alegando que los pastos eran para los ganados, así que los caseros eran quienes debían ir a extinguir el fuego. Estaba claro que entre el mar y el campo no se apañaban bien.

Un tercer vecino de la zona se despertó de madrugada cuando la luminosidad del fuego se coló por las ventanas y las rendijas de la puerta. A pesar de la hora intempestiva para hacer fogatas, no le dio importancia y continuó durmiendo. Para él, el fuego estaba a la orden del día y de la noche.

Sin embargo, para las autoridades ni la mujer ni los dos hombres habían cumplido con sus obligaciones. Ninguno había acudido a sofocar las llamas, o en expresión de la época a «matar el fuego». La realidad fue que el monte Jaizkibel prendió durante dos días, lo que provocó graves daños forestales. Tal vez, si la voz de alarma se hubiera dado antes, los daños habrían sido menores. Lo cierto es que para cuando acudió la vecindad, las llamas habían devorado una gran parte del monte.

En aquella ocasión, el daño a la comunidad se castigó con penas de mil y de quinientos maravedís. La multa más elevada se impuso a la familia que vivía en la borda donde se originó el fuego. La menor fue para las familias que, aun viendo las llamas, no acudieron a extinguirlo. En definitiva, provocar un incendio o dejar que se produjera era casi tan grave como no matar el fuego. Al fin y al cabo, era una manera de abandonar a la comunidad.

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