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Historias de Gipuzkoa

Cuando en la escuela la letra con sangre entraba

Durante siglos se consideró que de nada servirían las reglas y los planes educativos si el maestro no castigaba a los alumnos, ya fuera corporalmente o disciplinariamente

Antton Iparraguirre

San Sebastián

Lunes, 16 de junio 2025, 00:12

Ahora que está a punto de finalizar un nuevo curso escolar no está de más recordar lo distinto que era antes la Educación tanto para los maestros como para sus alumnos. A partir del siglo XVI las autoridades guipuzcoanas comenzaron a tomar conciencia de la importancia de la enseñanza para un mayor desarrollo social y económico del territorio. Los ayuntamientos se pusieron manos a la obra y abrieron escuelas locales que eran vigiladas por los alcaldes y concejales. También hubo 'patricios' que colaboraron por medio de fundaciones. Se creó la figura del maestro de primeras letras. Era un empleado municipal y podían desempeñar el cargo todas aquellas personas que supieran leer y escribir con alguna perfección, tuviesen algunas nociones de aritmética y conocieran la doctrina cristiana.

No fue hasta principios del siglo XIX cuando la Diputación y las Juntas Generales se ocuparon del tema de la Educación con mayúsculas. Impulsaron el estudio de un reglamento o plan para los centros, y abordaron la necesidad de pedir un título para poder ejercer como maestro. En este contexto fue vital la promulgación en 1857 de la conocida como Ley Moyano. Esta primera legislación española, ordenó el sistema educativo, con pequeñas modificaciones a lo largo del tiempo, hasta que en 1970 se promulgó la Ley General de Educación, que creó la Educación General Básica (EGB), y que fue sustituida justo veinte años después por la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE). Estableció que la primera enseñanza quedara en manos de los ayuntamientos, la segunda, de las provincias, mientras que la Universidad pasara a ser competencia exclusiva del Estado. A principios del siglo XX ya se habían abolido los fueros y todo lo relacionado con la enseñanza pasó a manos del Gobierno de turno en Madrid.

El castigo del anillo

Las autoridades guipuzcoanas se opusieron a la Ley Moyano. Una de sus exigencias ante esa norma fue que los maestros supieran euskera, pero no iniciaron ningún plan de enseñanza en ese idioma. Incluso llama la atención que muchos ayuntamientos forzaron la enseñanza en castellano, ya que lo consideraban «la lengua de prestigio», a pesar de que casi la totalidad de la población era vascoparlante y monolingüe. En este sentido, destaca 'el castigo del anillo', que se aplicó entre los siglos XVI y principios del XX. El maestro, que podía ser autóctono o foráneo, entregaba un anillo al primer alumno que oía hablar en euskera y le advertía de que si lo seguía llevando al final del día sería merecedor de un castigo. El plazo podía prolongarse incluso a una semana. Para evitarlo, la única forma era que el portador consiguiese pasar el objeto a otro compañero al que había oído comunicarse en euskera. Este tipo de sanción tenía dos efectos perversos, de una parte, provocaba que los escolares se convirtieran en delatores entre ellos, y conllevaba la marginación de quien había sido oído hablando en esa «dichosa lengua bascongada», por miedo a que este le pasase el anillo. Hasta un hombre tan 'bueno' como Aita Barandiaran lo sufrió en su escuela de Ataun.

Es llamativo que en 1912 un 61,8% de los profesores era de fuera del País Vasco y no sabía euskera. Esa cifra fue bajando muy lentamente en las siguientes décadas. Esto explicaría la animadversión de una parte de los maestros hacia esta lengua, su falta de comunicación con los alumnos, y su frustación al encontrarse lejos de su entorno familiar y social. Asimismo, la frase «pasar más hambre que un maestro de escuela», que reflejaba el precario salario que recibían los docentes, podría estar detrás de su despótico, cruel e injustificado proceder.

Vista del aula de una escuela pública de Gipuzkoa en la década de los 70.

Ya a mediados del siglo XIX las autoridades guipuzcoanas consideraban que «de nada servirían todas las reglas, y todos los planes, si los discípulos no son estimulados con premios, y castigos (...) Quítese el premio, y todo cae abajo. Destiérrese el castigo, inmediatamente viene el desorden». Se daba vía libre a las medidas correctivas y coercitivas sin control por parte de los maestros. Sería injusto no destacar que no todos los docentes actuaban con violencia y crueldad. También existía otra visión más benevolente, por lo menos en la teoría, aunque no siempre en la práctica. Así, en la Fiesta del Maestro de Guipuzcoa celebrado en San Sebastián en 1931 se subrayó: «Respecto a la supresión de los castigos corporales y morales, estimamos ociosa su inserción, pues hoy no hay maestros que recurran a estos procedimientos, ya que hay otros medios más hábiles para lograr mantener la disciplina».

Golpes y humillaciones

La triste realidad es que la filosofía educativa en España, y por extensión en Gipuzkoa, ha venido marcada históricamente por el principio «la letra con sangre entra», por lo que los golpes y humillaciones fueron práctica habitual en las escuelas nacionales públicas, y también en los colegios privados y religiosos, hasta los años 80 del pasado siglo XX. Se insistía en que gracias a las castigos los alumnos aprendían más y que conceptos como el orden, la disciplina o los buenos modales eran parte de la educación. Más de un Don, o Padre, 'calentaba' más la clase que la estufa de serrín.

Un docente vigila en una aula con la vara en la mano.

No hay que olvidar que, sobre todo en las localidades más pequeñas, el maestro era considerado la tercera autoridad municipal. Por delante solo estaban el médico y el alcalde. Eran respetados y valorados socialmente. Vestían impolutas y pulcramente planchadas batas blancas, copiadas a los cirujanos, para dar una imagen profesional, pero sobre todo con el fin de no mancharse del polvo de la tiza cuando escribían en la pizarra. Además, contaban con el total beneplácito de los padres. La frase «algo habrás hecho», era una de las más odiadas por los doblemente castigados hijos cuando comunicaban en casa que habían sido sancionados en clase.

Una de las medidas coercitivas más clásica en las escuelas, y odiada por los alumnos de todas las generaciones ya en el siglo XIX, era el castigo de las tres rodillas: de rodillas, de rodillas con los brazos extendidos y de rodillas con los brazos extendidos y sosteniendo en las palmas de las manos gruesos tomos de ilustres escritores.

Pero otros eran más violentos y dolorosos. Había maestros que parecían disfrutar con destrozar nudillos con una regla (de madera o los más modernos de rígido plástico), puesta de perfil, aunque otros se ensañaban empleándola en sentido plano. El dolor era mayor si golpeaba en las yemas de los dedos. Fueron los sucesores de una vara de avellano que se utilizaba para golpear en distintas partes del cuerpo.También era malo recibir coscorrones con los nudillos de los dedos en la cabeza, y más lesivo si el docente tenía un gran anillo de sello. Tampoco faltaban los tirones de las orejas. El alumno llegaba a ponerse de puntillas, como si levitara, pero sin intervención divina, sino cruelmente humana.

Los maestros que ya no podían más con su paciencia lanzaban con ira y violencia, además de con una puntería envidiable, el borrador de la pizarra a un alumno infractor, que podía resultar herido en la cara o en un brazo. Tampoco se puede pasar por alto el tortazo con la mano abierta por una falta grave, copiar en un examen, o salirse de la hilera, hacer algún comentario o infringir las normas mientras se permanecía en formación. Se rezaba para que la marca de la bofetada desapareciera antes de llegar a casa.

'Orejas de burro'

Volviendo a los castigos no corporales, ya en el siglo XIX se practicaba el conocido como 'Orejas de burro'. Lo aplicaba el docente cuando un alumno no se sabía la lección. También existía la versión del cucurucho de cartulina sobre la cabeza. La intención era ridiculizarlo, si bien es cierto que a algunos pequeños no les importaba, sobre todo si era el graciosillo de clase y lo consideraba como parte de su particular show para divertir a sus compañeros y vengarse del docente.

Las orejas de burro o los gorros de papel era una humillación para los escolares.

Otros maestros optaban por poner al niño de cara a la pared o enviarlo al rincón, o al 'cuarto de los ratones', que en realidad no era más que claustrofóbico habitáculo utilizado para guardar la escoba, la pala, la botella de lejía, y poco más. También era habitual el ordenar que se repitiera cien veces, y los 'profes' más exigentes elevaban esa cifra hasta mil, una palabra o una frase como «No hablaré en clase», «No contestaré a mi maestro» o «No masticaré chicle». Quedarse sin recreo era también uno de los peores castigos, al igual que estar solo en clase una hora después de haber tocado el timbre de salida.

También era muy recurrente castigar a un alumno con salir de clase y quedarse en el pasillo. Lo malo era ser pillado por otro docente o por el director del centro. Este último invitaba al chico a su despacho para someterle un juicio sumarísimo. No menos cruel era que se apartara a un alumno en un pupitre apartado del resto, y que este pidiera ir al baño, lo que era negado por el maestro y al final terminaba orinándose encima, cono lo que a la humillación se le sumaba algunos golpes. Por último, se sancionaba por tener muchos tachones en los cuadernos o por escribir con la mano zurda. 'Derechizar' a los zurdos fue perseguido con celo por los maestros.

Hay que decir que las maestras, ya fueran doña, señorita, hermana o sor, también castigaban, pero eran más partidarias de las sanciones disciplinarias que corporales, aunque es cierto que a algunas se les iba la mano o hacían un uso cruel de la dichosa regla.

Regla de madera que utilizaban maestros para castigar a alumnos.

Y todo esto ocurrió durante años ante un Jesús Crucificado, la piadosa mirada de la Virgen María, los autoritarios ojos de Franco y el polvoriento y ajado mapa de España. Por lo menos nunca ocurrieron casos tan denunciables como acaecidos en otros países. Por ejemplo, el de un maestro malasio que obligó a un alumno a fumarse 42 pitillos en dos horas, o el de una niña de 12 años de Nueva York que fue detenida y esposada por escribir en su pupitre.

Prohibidos desde 1988

Afortunadamente, los castigos corporales desaparecieron progresivamente de las aulas gracias a un real decreto de 1988 que los prohibía. En el se destacaba que «todos los escolares tienen derecho a que se respete su integridad física y moral y su dignidad personal, no pudiendo ser objeto, en ningún caso, de tratos vejatorios o degradantes o que supongan menosprecio de su integridad física o moral o de su dignidad. Tampoco podrán ser objeto de castigos físicos o morales».

Este amplio listado de castigos, cometidos durante décadas ante un Jesús crucificado, la vigilante mirada de franco y un mapa de España ajado, les parecerá inverosímil a las generaciones más jóvenes. Se los imaginarán en blanco y negro, pero las personas que estudiaron antes y durante la EGB los recordarán en color, y más de uno con dolor.

Uno de los castigos más habituales era repetir varias veces una palabra o frase.

En la actualidad hay otras formas de sanciones más pacíficas. Estas son algunas: expulsión del aula, privación del recreo, cambio de grupo, envió al despacho del director del centro, anotaciones negativas y suspensión y expulsión para los casos más graves.

Hay quien censura que antes se castigaba al alumno en clase y en casa era doble el castigo, con casos como la prohibición de salir a la calle a jugar, ver la televisión, quedarse sin merienda o ir a la cama sin cenar. Por contra, no falta quien opina que ahora se castiga a escolares en clase y el castigo se lo lleva el profesor. Sea como fuere, los expertos advierten de que con normas, castigos y amenazas difícilmente se logra nada positivo, mientras que quienes fueron hijos de familias más o menos autoritarias, donde el castigo era norma general, denuncian que ahora se ha pasado al otro extremo. El debate está servido.

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