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Antonio de Gaztañeta y el 'largo' brazo de la Inquisición

1725, cuando el Santo Oficio estuvo a punto de truncar el legado del almirante e ingeniero naval guipuzcoano

Lunes, 29 de septiembre 2025

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Con el paso del tiempo y algunas malas novelas y peores películas, la Inquisición española ha acabado adquiriendo unas dimensiones monstruosas. Hasta el punto de convertirse en un fenómeno deforme y extraño. Como si hubiera sido el único tribunal de esas características en una Europa donde la disidencia religiosa se castigaba con dureza. Incluso en el Siglo de las Luces, de la Ilustración… Los ejemplos no escasean pero son poco conocidos. De la amonestación del inquisidor Alonso de Salazar y Frías al tribunal civil hondarribiarra en 1611 sobre lo estúpido que resultaba creer en brujería, se sabe ya bastante gracias, sobre todo, a los esfuerzos de Julio Caro Baroja y Gustav Henningsen. Pero no se ha valorado demasiado ese hecho por la escasez de Historia comparativa.

Así, por ejemplo, no se ha comparado esa temprana doctrina inquisitorial española que desestima la creencia en brujería, con la tardanza en otros tribunales que juzgaban causas de delitos religiosos como ese en la Inglaterra del Siglo de las Luces.

Allí las últimas víctimas caídas bajo la acusación de brujería en un cadalso, lo hicieron en 1716. Nada menos que 115 años después de que la Inquisición española dejase de creer en brujas y de alentar juicios y ejecuciones por tan evanescente cuestión. Algo que no sirvió de nada a Mary Hickes y su hija Elzabeth, de tan solo nueve años, que fueron ahorcadas bajo la acusación formal de ser brujas…

Esa sería, pues, en realidad, la verdadera largura del brazo de la Inquisición española que -eso no es ningún secreto- fue perdiendo cada vez más extensión y fuerza a medida que se desarrollaba un siglo que, en toda Europa, quería dejar atrás pasajes escabrosos como las condenas por asuntos religiosos...

Antonio de Gaztañeta. Museo Naval de Madrid

En uno de esos casos en los que se ve a la Inquisición española desvaneciéndose de manera lenta pero segura bajo las Luces del siglo XVIII, estuvo envuelto, además, el almirante Gaztañeta.

El hecho ocurrió en 1725, apenas dos años antes de su muerte en Madrid. Antonio de Gaztañeta había ido preparando para entonces el terreno para que una de sus grandes labores no quedase en malas manos tras su envío a un nuevo destino por orden del rey o su propia muerte que, como hombre ya de edad muy avanzada (especialmente para una época en la que la media de edad no solía rebasar los cuarenta años), él podía intuir, cercano ya a la setentena, pese a encontrarse en plena y fértil actividad y haberse casado -por segunda vez- con una mujer más joven que él.

Fue así como en el Real Astillero de Guarnizo buscó a quien pudiera reemplazarle cuando él ya no estuviera para dirigirlo. Esa decisión recayó en un joven prometedor que respondía al nombre de José del Campillo y Cossío. Se trataba de un hombre propio de lo que fue la España ilustrada de los primeros Borbones. Es decir: un eficaz y bien preparado administrador consciente de la necesidad de desarrollar proyectos como el que Antonio de Gaztañeta llevaba impulsando desde la década del 1680, centrado en la fabricación de los barcos necesarios para mantener a una monarquía que abarcaba un gran imperio ultramarino extendido desde América hasta Asia y de allí de vuelta a Europa.

Uno de los diseños de Antonio de Gaztañeta contenido en su tratado de ingeniería naval 'Arte de fabricar reales'.

Fue así como José del Campillo acabó a las órdenes de Antonio de Gaztañeta en ese astillero de Guarnizo, cerca de Santander. Para el almirante guipuzcoano resultaba, desde luego, la elección óptima como futuro responsable de esa vasta obra. Así lo recoge un artículo de Isabel Martínez Navas, donde se examina el caso de las peripecias inquisitoriales de ese heredero (intelectual) de Gaztañeta.

Nos dice esta historiadora que, en efecto, una carta del marino mutrikuarra al secretario de Marina en 1725 recomendaba vivamente a José del Campillo como futuro director de aquella vasta fábrica de navíos para el rey.

Una recomendación hecha con la mejor intención, sin duda, por parte de Antonio de Gaztañeta pero que se acabaría convirtiendo, para Jose del Campillo, en un inquietante pasaje de su vida donde la todavía alarmante Inquisición aparecería en el horizonte, obligándole a poner en juego voluminosos recursos para alejarla de un camino que le llevará a él, años después, a los más altos destinos en la Corte de España.

Retrato de José del Campillo y Cossío. Museo Naval de Madrid

Un almirante es mi testigo… Gaztañeta y la defensa de José del Campillo y Cossío

Los problemas de José del Campillo empezaron cuando se tropezó con otro vasco, el padre Francisco de Ugarte, después de que el ya casi septuagenario Gaztañeta fuera requerido por la Corte para tomar el mando de la flota que debía romper el bloqueo británico al puerto de Portobelo.

Ugarte estaba al cargo de la casa adosada al santuario de Nuestra Señora de Muslera, en Guarnizo, donde había vivido hasta entonces Gaztañeta como director del Real Astillero. José del Campillo, tal y cono lo revela su correspondencia, trató de que aquel clérigo le abriese las puertas de esa residencia, pero éste se negó de mala manera y alimentando una inquina contra el heredero de Gaztañeta que, acaso, estaba relacionada tanto con esa discrepancia sobre qué uso dar a esa vivienda, como con el hecho de que José del Campillo lo expulsase del astillero al considerar que el padre Ugarte no se atenía precisamente al estilo de vida propio de un cura católico.

Iglesia de Nuestra Señora de Muslera junto al edificio donde se erigía la casa de los directores del Real Astillero. Ayuntamiento de Astillero

A partir de ahí comenzaron a verterse por él y otros clérigos asociados a él, serias acusaciones contra José del Campillo. Y eran del calibre de las que interesaban a la Inquisición. Por ejemplo poseer libros prohibidos en el Índice de la Iglesia, tratar con herejes -acusación un tanto deletérea, pues tanto Ugarte como Del Campillo vivían en un puerto frecuentado por marinos y comerciantes de países protestantes y era bastante difícil eludir el trato con ellos- y haber hecho el mismo José del Campillo declaraciones heréticas sobre, por ejemplo, la Inmaculada Concepción de la Virgen María.

Todo aquello, sin embargo, quedó en nada. En parte por las buenas relaciones de amistad de José del Campillo con Antonio Jerónimo de Mier -otro inquisidor que como Alonso de Salazar y Frías se pensaba dos veces la consistencia de ciertas acusaciones- y en parte, también, por la calidad de los testigos que José del Campillo requirió en su favor. Entre ellos Antonio de Gaztañeta, al cual el presunto hereje ponía como testimonio garante de que nunca había dicho nada contra la Inmaculada Concepción de la Virgen María, como bien podía corroborar el almirante guipuzcoano. Pues ante él tuvo una conversación sobre el asunto con uno de los clérigos que luego le había acusado de proposiciones heréticas.

Con tales avales José del Campillo salió incólume de ese mal paso, pues la Inquisición ni siquiera quiso hacer aprecio de la acusación, quedando la causa sobreseída según todos los indicios. Abriéndose así un prometedor futuro para aquel a quien Antonio de Gaztañeta había considerado -acertadamente- como el más indicado para continuar desarrollando la admirable ingeniería naval que él había empezado a diseñar a partir de 1687.

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