Me acostumbré a llenar yo mismo el depósito de gasolina. Me acostumbré a hacer un striptease, abrir la maleta, separar líquidos, sacar los objetos electrónicos, cada vez que embarco en un avión. A que me graben en los espacios públicos. A perder pequeñas libertades en nombre de la seguridad.
Me acostumbré a los días grises y a los días negros. A la extorsión, a las dianas pintadas, a las lágrimas. Me acostumbré a callar, ... a pasar desapercibido, a contemporizar. Y aún no me lo explico. Y aún me cuesta reconocerlo.
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El ser humano tiene una gran capacidad para adaptarse. Nos acostumbramos a las incomodidades para encontrar rutinas, zonas de confort que, muchas veces, ni siquiera son confortables. A veces, algo te molesta, te resistes, pero tras un tiempo de adaptación te acostumbras. Te acostumbras a encender el telediario y ver el lado más feo del mundo. A los incendios provocados. Al cambio climático. A los naufragios de migrantes. A las mujeres asesinadas por sus parejas. A la corrupción. A la mentira institucionalizada. Al populismo zafio. A los que manchan la memoria de sus mártires. A los discursos de odio.
Te acostumbras a cualquier cosa, incluso a la guerra. Pero hay días en que te rebelas, en que tus ideales, tu dignidad, pueden más que la comodidad. Hoy están en juego derechos que no quiero perder, libertades individuales que costaron una vida conquistar, retrocesos sociales a los que no, no me quiero acostumbrar.
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